El otro día respondí una encuesta de una protectora canina, parándome en esa pregunta concreta porque no sabía qué responder. Es difícil saber qué odias de un perro porque son los mamíferos más leales y cariñosos del Planeta. Lo mismo la pregunta estaba mal encauzada y debería incidir sin miramientos en “¿es usted uno de esos que se molesta si el perro micciona- por error o desconocimiento- en su alfombra?”, “¿es de los que comercia con animales, de los que les pegan, de los que los matan de hambre…?”. Hay mucho necio suelto, sobre todo gracias al Covid, que ha soltado amarras y ha hecho ver que el día a día es lo que vale aplicándolo a tabla rasa. Algunas veces pienso que el mundo se ha vuelto loco y que los que decían que esto nos vendría bien porque recapacitaríamos y veríamos la luz después de largas oscuridades eran(los pobres míos) lo que estaban peor de todos. Los perros no deberían soportarnos, pero están obligados a ello. Además, tienen la necesidad de querernos grabada a fuego en el ADN. Así que nosotros -monillos listos y aprovechados- los llevamos como ganzúas que abren las puertas de la compañía, la presunción y el lucro. Los usamos para no pasar miedo en nuestra propia casa, para que nos quieran como nunca querremos nosotros, para hacer beneficio con sus hijos o presumir de ellos en concursos y barbacoas vecinales. No hay nada tan aviado como un perro para regalar por Navidades, nada como verlo después tras los barrotes de una protectora o reventado a golpes en cualquier carretera tras un abandono furtivo.
“Lucía”, esa rubia melenuda y completamente loca que llegó a nuestra vida un día de Navidad en una gasolinera de extrarradio, cogía puerta dejándonos sin respiración hasta que volvía. Tenía ansias de libertad o de ver mundo o de correr a lomos del viento. Nunca lo he sabido de cierto, más que hay que tener cuidado con la puerta porque por una rendija se cuela. Luego había que perseguirla y ella jugaba al juego de la Oca dándonos vueltas y regateos hasta que la llevábamos a casa. Así fue hasta que la hizo suya, la protegió como leona y ya en sus huidas se volvía al rato sabedora de quién era y adónde pertenecía. Sigue pertrechada en la normalidad de unos días eternos de verano hasta que el sol cese para ella y su mortalidad me haga recordar que han pasado los años sin que me diera cuenta. Porque eso sí que lo odio de los perros… Que se mueran. No te das cuenta de ello, ni de sus canas, ni de que el tiempo les ha hecho muecas en las piernas ni arrugas en el entrecejo, porque cuando quieres- y te quieren con esa plenitud- la vida se hace amable y nada la enturbia. A mí se me han muerto perros, causándome dolor de ida de un familiar, un amigo de corazón o alguien que no pudiera suplirse. Pero entonces llegó “Lucía”, con sus locuras y desmanes, con comerse las ruedas de las bicicletas de los niños, defecar en la cama del mayor o tenerte noches despierta porque la has esterilizado en un ejercicio de responsabilidad que te duele profundamente. Pero luego corre y trota, saca la lengua y te mordisquea como picadura de mosquito cuando no eres lo suficientemente rápida en tirarle la pelota. De vez en cuando pienso en los que la abandonaron. Siempre lo hago con mis perros. Lo hacía con “Dorado” cuando se quedaba fijo en los hombres mayores, mirándolos con tristeza. Pienso en ellos por lo tontos que fueron, porque nadie me quiso como “Dorado” con tantos años en sus lomos cuando lo adopté que la veterinaria de la Protectora se sintió en la obligación de avisarme de que era un abuelete. Odié que se muriera porque sus pasos eran mis pasos caminando sin correa. Nunca ningún perro más mío que aquel. Nunca yo más suya. Que en el amor la edad no importa solo lo entienden ellos, que ni te miran rostro, ni arrugas, sino caricias y entrega. El covid sacó a los perros a la calle y los ha vuelto a hacer invisibles con su retroceso. Perros paseadores de humanos egoístas y efímeros que nunca entenderán el amor del bueno.