Esta semana hemos cumplido el primer mes de confinamiento. Cada uno lo está viviendo a su manera. Junto a la tristeza de no poder visitar a los familiares y amigos, muchas personas han perdido su trabajo o están viendo cómo sus empresas se van a pique al no poder levantar la persiana de su negocio. Por si fuera poco, es rara la familia que no conoce a algún familiar directo o indirecto que se ha infectado con el COVID-19, o incluso que tiene que lamentar alguna sensible pérdida. No estamos pasando un buen momento, tanto desde el punto de vista individual, como colectivo. El sentimiento de enclaustramiento crece cada día y no terminamos de atisbar un horizonte claro y despejado. Aunque ya se está hablando del proceso de des-confinamiento, todos somos conscientes de que el peligro de contraer la enfermedad persistirá y, por este motivo, será imprescindible adoptar medidas de protección individual. Nada volverá a ser igual que hace un mes hasta que los científicos no logren desarrollar una vacuna y aplicarla a toda la población.
Mientras que la mayoría de la ciudadanía permanece encerrada en sus viviendas, la naturaleza sigue su curso. Muchos animales deben estar extrañados ante el silencio que reina en las calles y la escasa presencia de seres humanos por las calles y los campos. Los más valientes se han atrevido a investigar qué es lo que está pasando y se han paseado por las ciudades. La tierra necesitaba que le diéramos un respiro para recuperar su vitalidad después de todo el daño que la humanidad ha provocado desde hace años. Puede que ahora algunos estén tomando conciencia de que la enfermedad de la naturaleza contagia de manera directa a los seres humanos. En este mes ha tomado un gran protagonismo el COVID-19, pero llevamos muchas décadas padeciendo otras enfermedades “civilizatorias”, como el cáncer o la diabetes.
Nuestro modo de vida está siendo perjudicial tanto para la naturaleza, como para los seres humanos. Vivimos más en extensión, pero menos en profundidad. Nuestro alejamiento de la naturaleza discurre paralelo a la abdicación que hacemos de nuestro derecho y deber a ser lo que somos y a cumplir con nuestra misión en la vida. La vida plena, desde mi punto de vista, es una sucesión de experiencias significativas. Se dice que en el momento de morir se suceden a una gran velocidad todos y cada uno de los momentos que han marcado nuestra vida. Se podría decir que se fijan en nuestro cuerpo sutil, antes de abandonar el cuerpo, los destellos de felicidad y plenitud que hemos atesorado en el transcurso de nuestra existencia. Recordamos ese primer recuerdo de la infancia, los juegos con nuestros hermanos, primos y amigos, el primer amor, el nacimiento de nuestros hijos, los momentos de éxtasis ante la naturaleza, para quienes lo hayan experimentado. Creo que nada es más triste que abandonar la vida con el sentimiento íntimo de no haberla vivido en profundidad y amplitud.
Igual es un buen momento, éste que nos ha tocado vivir, para reflexionar sobre lo que hasta ahora ha sido nuestra vida. Los sentimientos afloran cuando las ocupaciones diarias se paralizan y nos encontramos, de nuevo, con nosotros mismos. A estos sentimientos podemos aplicarles un proceso alquímico y transmutarlos en emociones transcendentes. También es posible, siguiendo las técnicas alquímicas, licuar los sentimientos y pensamientos y extraer de ellos la sabiduría y la creatividad que necesitamos para hacer de nuestra vida algo extraordinario. Reconozco que mi discurso está adoptando un tono abstracto. No hago otra cosa que adoptar el lenguaje simbólico propio de la imaginación.
Pienso que no es posible reconstruir el mundo en el que nos ha tocado vivir si no somos capaces de recrearlo previamente en nuestra mente. Imagino así unas escuelas sin muros y abiertas a la naturaleza en la que los niños y niñas adquieran habilidades que les permitan beneficiarse de los frutos y bienes de la tierra, mostrando siempre una conducta de respeto y agradecimiento a la naturaleza. Me gustaría que estos niños y niñas acompañaran a sus padres siempre que pudieran para disfrutar de las experiencias perceptivas y sensitivas que en todo momento nos ofrece la naturaleza y el cosmos. Estoy convencido de que estos sentimientos adquiridos desde la infancia les dará a las próximas generaciones la oportunidad de vivir una vida plena, digna y significativa. Nada de esto es posible si seguimos pensando que nuestra existencia está limitada a los años que distan entre nuestro nacimiento y nuestra muerte. Lo elevado y sagrado tiene que regresar al corazón de la gente y así recuperar la sacralización de la naturaleza.
Los seres humanos hemos acumulado mucho conocimiento, tanto que desborda nuestra capacidad de asimilación. Por este motivo es imprescindible emprender una síntesis científica y filosófica para que el objetivo no sea la especialización, sino el conocimiento integrado y la sabiduría. El desarrollo de la propia imaginación tendría que ser una tarea importante por los seres humanos. No me refier0 a la fantasía. Mas bien lo que reclamo es el ejercicio de la imaginación activa. Para ello tenemos que aprender un lenguaje olvidado: el de los símbolos. Quien conoce este lenguaje sabrá interpretar los mensajes que en vigilia o en sueño nos llegue desde el inconsciente colectivo. Hasta ahora hemos despreciado el conocimiento que nos llegan desde la intuición, las visiones y los sueños. En el mundo imaginal al que algunas veces nos asomamos, cuando los muros de la consciencia se disipan, las dimensiones del tiempo y el espacio se relativizan. Podemos adelantarnos a los hechos que vendrán y prepararnos para ellos, e incluso impedir que se conviertan en realidad. Las personas que han aprendido a entrar, aunque sea de manera fugaz, al mundo intermedio han tenido fuertes premociones sobre el futuro. C. G. Jung pensó que estaba perdiendo la cabeza cuando en sus sueños se sucedían imágenes de ríos de sangre y destrucción de ciudades en Europa. Para él fue un alivio cuando estalló la I Guerra Mundial y sus premociones cobraron sentido. Lo mismo le sucedió a Patrick Geddes. Este último no sólo predijo en 1911 el estallido de la Gran Guerra, a más tardar para 1915, sino que hizo planes para acelerar la transición de la guerra a la paz y los plasmó en una serie de libros titulada “La formación del futuro”, entre los que figura la obra “The coming polity. An study in reconstruction” (1917).
A pesar de que ha pasado más de un siglo desde la redacción de los libros de Patrick Geddes, en lo fundamental, su mensaje sigue siendo igual de válido. Tal y como expuso en la conclusión de su estudio, el comienzo de los cambios que entonces y ahora requiere el mundo llegará en el momento en el que nosotros mismos nos reeduquemos y renovemos, de generación en generación, el escenario local y regional que contribuya a la representación del drama que emerge dentro de él. En síntesis, el mensaje que nos transmitió Patrick Geddes es que el proceso de reconstrucción, tras un episodio de crisis (guerra, deterioro ambiental, pandemia, etc…), comienza en el individuo. El individuo re-educado, desde luego no el sentido que defendía F. Skinner, si no como resultado de un proceso de auto-conocimiento y auto-educación, es el primer peldaño hacia la reconstrucción de la realidad circundante. Una persona, en el pleno sentido de la palabra, es la única capaz de emprender una investigación minuciosa de los recursos disponibles y la capacidad de carga de un determinado territorio. El conocimiento de nuestra región constituye una empresa fundamental para entrar en contacto con el espíritu del lugar y descubrir las semillas del pasado que pueden germinar para dar unos frutos nutritivos en el presente y el futuro. Frente a la globalización uniformadora y mecanicista es necesario contraponer un regionalismo abierto al mundo y consciente de su verdadero espíritu y naturaleza.