El Instituto era un edificio de planta rectangular, de tres pisos, situado en un punto estratégico donde confluían: los jardines de las «Puertas del Campo» y el llano de las «Damas»; la carretera que bajaba desde el «Morro»; y, por otra parte, la cuesta que ascendía desde la «Carretera Nueva»
Gran parte de la enseñanza de Preparatorias, Bachiller y Preuniversitario, se cursaban allí. La mayoría de los niños y adolescentes de Ceuta se daban cita todas las mañanas en las escalinatas de subida al centro. Parecía como un auténtico hormiguero de niños-hormigas provinentes de todas las direcciones. Como una nueva Roma, antorcha de la civilización, los niños de Ceuta nos encaminábamos prisioneros de una orden inexorable, en busca del conocimiento que como un tesoro deseado y deseante se hallaba albergado en las aulas llenas de anhelo del Instituto.
Una vez roto el alba, como hechizados por la palabra, una peregrinación de estudiantes y profesores se hacían al camino: desde el Príncipe, Hadú, el Morro y la Almadraba; y desde el Hacho y la Ceuta antigua, hasta el Sardinero, Villa Jovita, Benítez, y Benzú, al límite de la frontera. De todos los puntos de Ceuta, de norte a sur, y de este a oeste; de barrio a barrio; de todas las culturas y de todos los credos, se conducían hasta llegar a las puertas de nuestro Instituto. Era una peregrinación nueva, y había estallado la exaltación del Bachiller para todas las clases sociales. Acababa la dictadura de las «cuatro reglas y saber leer y escribir», y comenzaba el alumbramiento de unas generaciones, que a la postre, acabarían tomando las riendas de un nuevo país llamado España.
Mi familia, después de venir de Santa Pola, me mandó al colegio Solís, junto al reñidero de mi Abuelo. Más tarde, cuando aquel niño salvaje y de humor siempre descontento, hubo aprendido algunas nociones de aritmética y de lenguaje, pasó a las “Escuelas Preparatorias de Ingreso del Instituto”. Las horas largas, infinitas, sin ataduras de la primera infancia llegaban a su fin; el Instituto, en aquellos momentos, para mí, se me antojaba como una cárcel donde estaban a punto de morir mis venerados juegos infantiles. Y así, su imagen estuvo dibujándose permanentemente en mis sueños del último verano, que aún pude disfrutar de ser totalmente libre y sin ataduras.
Mi primer maestro fue, D. Francisco Bohórquez, una persona afable y de buen carácter, que atendía a los más pequeños recién llegados de las escuelas primarias y todavía vírgenes de conocimientos. De su clase recuerdo una mañana, que uno de los gallos que deambulaba libre entre los matorrales del patio central, se fue acercando lleno de curiosidad hacia nuestra clase, y una vez que hubo llegado, miró a un lado y a otro del aula, y sin saberse por qué, emitió un agudo «¡ki, ki, ri, kiii!», que nos dejó a todos sumidos en un sobresalto, para después al unísono, toda la clase se sumó en una sonora carcajada, que llegó allende todos los pasillos del Instituto… Este pasaje, sencillo y quizás intrascendente a primera vista; sin embargo, calca a la perfección la naturalidad y la unión profunda que entonces existía con la naturaleza. Tanto es así, que el bueno de don Francisco, lejos de sentirse incomodo por el nuevo alumno, más bien al contrario, con una sonrisa picarona y en un arrebato de autocomplacencia, dijo:
-Ya veis lo divertida que son mis clases, que hasta los gallos quieren asistir…
Y a ciencia cierta que decía la verdad, pues, cuando relataba la Historia Sagrada -tal vez su debilidad-, era tal su poder de convención, que a todos nos dejaba con la boca abierta y los ojos tan grandes como platos; y sin lugar a dudas, daba la impresión en cierto modo, que en vez de estar en un aula de Preparatorias, nos hubiesen transportado por arte de magia a los butacones del teatro Cervantes; y allí, olvidados del tiempo de los verbos y de la aritmética, estuviésemos impertérritos, asistiendo a la proyección interminablemente bíblica -nunca mejor dicho- de «Los Diez Mandamiento», y sus sorprendentes efectos especiales, como la separación de las aguas del Mar Rojo, para que pasaran los israelitas.
Cuando pasados los años, cayo en mis manos, «Santiniketan, Morada de Paz» -el Ashrams de Tagore-, en unos de sus pasajes, leí: que en una clase al aire libre, uno de los pequeños, le advirtió al profesor, que un pajarillo estaba cantando en un árbol próximo; a continuación, el profesor interrumpió la clase y se aprestaron a escuchar lo que la naturaleza en ese momento les ofrecía...Yo, mis compañeros y el bueno de don Francisco, aquel día, donde el gallo puso su timbre; pudimos experimentar algo parecido a lo que sintieron aquellos niños cuando la naturaleza, exultante, les llenó de gozo con el canto inalcanzable de un pájaro…
Al curso siguiente, mi padre, me recomendó para pasar a los dominios de don José Solera, magnifico maestro, que enseñaba con una pedagogía adelantada a su tiempo en al menos una década. Sí, efectivamente, D. José, estaba adelantado a su tiempo en la dinámica y plasticidad de sus clases, a saber: él intentaba acompañar sus clases con alguna imagen o algún objeto que estuviese relacionado con sus lecciones diarias. De tal modo, que nos proyectaba películas realizadas por el mismo en sus viajes de vacaciones por la Península. Era una gozada, salíamos en fila de dos en dos -como a él le gustaba, por su carácter metódico y ordenado- y nos dirigíamos al “Aula-Magna”, dónde como en un cine, don. José, actuando de protagonista, nos enseñaba los principales monumentos de las ciudades que visitaba. Realmente aquello me parecía fascinante, extraordinario, no tenía palabras para expresar el orgullo que sentía de ser su alumno; sencillamente me hubiera dejado matar por él.
He de decir, que nunca golpeó a ninguno de mis compañeros, ni entraba en su método el hacerlo. Él, tenía otra manera de actuar diferente. Su estilo era más sutil, y a veces, a pesar de su bondad, nos acarreaba consecuencias inciertas: simplemente nos escribía los viernes una nota en nuestra libreta, en la que comunicaba textualmente: «Su hijo, esta semana, no ha estudiado lo suficiente». Como comprenderéis, cómo iba yo a entregar a mi padre una nota en la que decía que no había aprovechado el tiempo. Era como una provocación, que yo no estaba de ninguna de las maneras dispuesto a consentir. Así, que me puse manos a la obra, y por supuesto, calqué una firma de mi padre debajo de la nota. El lunes de mañana: libreta, nota y firma estaban delante de la mirada de don José; un segundo, dos, tres… una eternidad. Por fin, don José, levantó la mirada, cruzándola con la mía -mi corazón estaba a punto de salírseme del pecho-, yo, cerrando los ojos, esperaba con resignación que anunciara mi falsificación, pero él, en un gesto de generosidad, me hizo acercar, y al oído, como un susurro, me dijo:
- ¡Castillo, no lo hagas más!
Nunca supe a ciencia cierta, si se estaba refiriendo a que no dejara de estudiar; o a que por el contrario no volviera a falsificar más la firma de mi padre. Hoy, obviamente sé, que no se estaba refiriendo a que no dejara de estudiar; sino que comprendía mi situación embarazosa, y me daba una nueva oportunidad para que enderezara mi situación.
Desde luego, ya no lo hice más, pero mi hermano, el «Tete», se encargó de sacarme en alguna que otra ocasión las castañas del fuego; y así, a modo de remedo de mi padre, imitó la firma de él, cuantas veces hicieron faltas… Los tiempos han cambiado, hoy, los padres comprenderían a sus hijos, y seguramente le instarían a que se esforzaran más. Pero en aquella época, el método tan adelantado y pulcro de don José, olvidaba que los niños de entonces, preferíamos un coscorrón al momento, que una nota a pie de página de nuestro maestro. «La letra con sangre entra», santo y seña de la pedagogía del momento, todavía tardaría muchos años en ser apartada de la enseñanza, a pesar de los desvelos que, como don José, otros maestros intentaban que quedara en el olvido…
Otros maestros: D. Matías, D. Juan Morejón y D, José Montero, sólo pude conocerlos de oídas, o de algún día, que se repartían los alumnos cuando por alguna circunstancia José, no podía acudir.
Estamos en deuda con aquellos maestros de Preparatorias que nos enseñaron los primeros conocimientos, y nos llevaron a conseguir el primer titulo de la instrucción, a saber: el «Certificado de Aprobado de Ingreso en el Bachiller». Sí, indudablemente, estamos en deuda con vosotros… después vinieron los profesores, quizás con más conocimientos; sin embargo, vosotros atesoráis en vuestro haber, el ser los primeros que sembrasteis con vuestra palabra la tierra incólume de nuestra inteligencia primigenia…
Y así, con una cuenta de multiplicar, otra de dividir, unas preguntas de historia y leguaje, y un dictado con sólo tres faltas, entrábamos en la historia….
Precioso,entrañable y muy emotivo.