Hace ya bastantes años. Mi avión salía a la 13.00 horas. Reparé en la fecha de vuelo y comprobé que era martes y trece. Para colmo, ojeé la tarjeta de embarque y curiosamente iba a volar en el asiento 13A. Acabé de ordenar el equipaje y, sobre las once de la noche, me preparé una cena a base de jamón con melón, que terminé con un delicioso vaso de zumo de naranja natural. Me dirigí al dormitorio y me tendí sobre la cama. Hacía una maravillosa noche y la luminosidad de la luna llena entraba por mi ventana. Disfruté de aquella azulada luz sobre mi cara y concilié un tranquilo sueño.
Sobre las siete de la mañana sonó el despertador, me desperecé y salté de la cama apoyando mi pie izquierdo –como siempre– en el suelo, ya que el lecho estaba pegado a la pared por el lado derecho de mi cuerpo. Procedí a afeitarme, pero manipulando un espejo manejable, me resbaló de las manos, cayó al suelo y se partió en muchos pedazos. Tomé una agradable ducha y desayuné un descafeinado con tostadas y aceite de oliva. Me vestí, coloqué el equipaje al lado de la puerta y, al cerrar el balcón, observé que el cielo se había cubierto y posiblemente empezaría a llover.
Busqué en el paragüero y abrí – aún en el interior de mi domicilio– los paraguas que tenía, para llevarme uno que no estuviera estropeado. Cerré la puerta con llave, tomé el ascensor y salí a la calle. Aún no había empezado a llover. Caminé hacia la parada de taxis, que estaba a unos cien metros. Eran ya algo más de las nueve de la mañana, los operarios de telefonía empezaban a trabajar conectando unos cables en la fachada y habían colocado una escalera apoyada en la pared. Como circulaba ya bastante tráfico rodado no bajé a la calzada y continué por la acera pasando por debajo de ella.
En el camino, cerca de casa, había un pequeño arriate donde solían retozar algunos gatos. Al bordearlo, un lustroso gatazo negro levantó la cabeza y me miró. Al lado de la parada, vendía lotería Anselmo, una buena persona que padecía –desde joven– un problema de cifosis patológica que le había ocasionado una manifiesta joroba. Pude haberle saludado con un cariñoso golpe en la chepa, pero solo me limité a darle los buenos días y a comprarle un décimo para el sábado, que terminaba, curiosamente, en 13.
El despegue, el vuelo sin turbulencias y un suave aterrizaje me llevó al destino donde quería descansar unos cuantos días. El alojamiento era un agradable hotelito familiar y desde mi habitación podía contemplar un verde-azulado y tranquilo mar. El segundo día saludé en el ascensor a una despampanante rubia de ojos azules, pero solo intercambiamos unas suaves sonrisas. A mediodía, la dueña del hotel me preparó una apetitosa paella y un pargo a la plancha que degusté con delectación aunque reconozco que fue demasiado para mí, que acostumbro a comer escuetamente. Disfrutaba, mirando al mar, de una copita con hielo de Curaçao Azul, cuando la rubia del ascensor– que luego me dijo que se llamaba Ángela– hacía señas desde el agua para que la acompañara. La tentación era irresistible pero aún tenía la paella y el pargo procesándose en el estómago. Debía tomar precauciones, así que me acerqué a la orilla, despaciosamente mojé las muñecas, la nuca y resbalé el agua lentamente por los hombros y el torso. Deslicé mis manos mojadas por el estómago, los brazos y las piernas. Cuando entendí que el músculo cardiaco – ocupado en la digestión– no iba a sufrir un shock al contacto con el agua, me adentré en el mar hacia la ondulante sirena que continuaba agitando los brazos. Nos reímos y saltamos en aquellas cristalinas aguas. Fueron cinco tranquilos días y regresé el domingo a mi ciudad. Ahora, al cabo del tiempo, reflexiono y puedo dar fe de que ni cenar melón y naranja –en su medida– ni dormir a la luz de la luna, ni levantarme con el pie izquierdo, ni romper un espejo, ni abrir un paraguas en local cerrado, ni pasar bajo una escalera, ni cruzarme con un gato negro, ni el temido corte de digestión –si se toman precauciones– me ocasionaron ningún problema. Volé en martes y trece, en el asiento 13A, no le palmeé la giba a mi amigo Anselmo y, sin embargo, al décimo que le compré le correspondió un pequeño premio. Pasé unos días agradables y, según las supersticiones y zarandajas que circulan, debía de haber estado superlativamente afectado de las mayores desgracias.
Las supersticiones son un fenómeno ligado a la condición humana desde el inicio de los tiempos. Consisten en unas creencias, sin ninguna base racional y científica, que establecen una relación causa-efecto entre ciertos actos, cosas o situaciones, con los sucesos que puedan ocurrir. Su origen está, sin duda, en las incertidumbres que la existencia plantea al ser humano, quien recurre, para superar su angustia, a creencias en las que refugiarse. Hay supersticiones –en cierto modo inofensivas– , de índole puramente personal aunque pueden condicionar actitudes mentales e incluso la toma de decisiones. Y otras más peligrosas, como la brujería, los rituales demoníacos o las de algunas sectas.
Gran número de personas –no necesariamente de escasa formación cultural– gastan mucho dinero en las consultas que ofrecen los innumerables oráculos que se anuncian. No me extraña que adivinadores, echadores de cartas, quiromantes, clarividentes, nigromantes y una enorme caterva de oportunistas se estén forrando a costa de la supina ignorancia. Como corolario y apoyando mi incredulidad frente a tanta falacia, también recuerdo que, algunos años después, un viernes trece – el miedo a esa fecha tiene incluso su nombre científico, triscaideicafobia – conocí a mi esposa con la que llevo más de un cuarto de siglo felizmente casado.