En 1492 Cristóbal Colón, con patrocinio, hombres y dinero de España, descubría América. Y este año se cumplió el 500 aniversario de la llegada a Méjico de Hernán Cortés con 450 españoles. Dos años después, en 1521, habían ya conquistado el imperio azteca. En 1532, otro indómito extremeño, Francisco Pizarro, con 180 españoles y 37 caballos, derrotaba al jefe peruano Atahualpa y 40.000 indios, conquistando el imperio inca. Ambos extremeños escribieron páginas gloriosas de la Historia de España. Hace unos meses dediqué otro artículo a destacar aquella gran gesta, documentándolo con citas de prestigiosos historiadores americanos que no le han dolido prendas en reconocer y vanagloriarse de la gran aportación que España hizo a América. Hoy vuelvo a rendir homenaje a aquellos bravos antepasados nuestros.
Pero En aquellas y otras conquistas también participaron otros valientes extremeños de la talla de Pedro de Valdivia, Nicolás de Obando, Diego Almagro, Pedro Alvarado y sus hermanos. Y, asimismo, los sobrinos de este último, Hernando y Luis Alvarado Trejo, ambos nacidos en Mirandilla, mi pueblo, hijos de Juan Alvarado y de la mirandillense María Trejo. También Juan Rodríguez Suárez, fundador de la Mérida venezolana, Inés Suárez, García de Paredes, Alonso Ojeda y toda una pléyade de paladines extremeños llamados: “dioses de Extremadura en América”, y Extremadura: “cuna de conquistadores”.
Hubo también descubridores y evangelizadores extremeños. Con Colón ya fueron nueve en el primer viaje. Después, Hernando de Soto descubrió La Florida, Yucatán, Nicaragua y el río Mississippi. Francisco de Orellana, el río Amazonas y Guayaquil. Núñez de Balboa, Panamá y el Océano Pacífico. De Salvaleón y Belvís de Monroy (Extremadura), fueron numerosos religiosos con los llamados “Doce apóstoles extremeños”, que desde la California norteamericana hasta la Patagonia argentina fueron por los lugares más recónditos evangelizando, llevando a los indios nuestra fe, cultura, lengua, encuentro civilizador y toda clase de ayudas; fundando allí iglesias, escuelas pías, casas de beneficencia, catedrales, hospitales, colegios y universidades. Su gran preocupación por los indios se ve leyendo sus homilías, catequesis, escritos episcopales que prohibían la esclavitud bajo cualquier forma, con pena de exco¬munión.
Las Leyes de Indias fueron muy garantes del trato que debía darse a los indios, les concedían más derechos en el trabajo que a los españoles en la metrópolis. Ordenaban: “No se consiente que a los indígenas se les haga mal, ni daño, ni se les tome nada sin pagar”. Y será cierto que allí se cometieron excesos, como en todas las guerras de conquista. Pero los nuestros llegaban con la cruz en alto, en señal de paz y fraternidad, siendo recibidos por a tiros de flechas envenenadas por los indígenas; no teniendo más remedio que defenderse, antes que dejarse matar.
Bernal Díaz del Castillo, cronista de la conquista de Méjico, que de forma personal y directa vivió y sufrió en sus propias carnes, escribe en su libro: “La única verdad sobre la conquista de la Nueva España” (Méjico): “Trujimos de Cuba 110 soldados, descubrimos lo de Yucatán y nos mataron en la primera tierra que saltamos (Champotón) 57 compañeros. El capitán salió con diez flechazos, muriendo en tierra, y todos los demás soldados con dos y tres heridas. Después desta guerra, volví la segunda vez y tuvimos otros grandes reencuentros con los mesmos indios, matándonos muchos soldados” (sic).
En su inmensa mayoría, las personas de raza hispanoamericana de aquellos países hermanos, hoy se sienten muy honradas y orgullosas de haber entroncado sus orígenes indígenas con nuestras raíces hispanas, y sienten el pálpito y la nostalgia de pertenecer a la misma cultura y llevar la sangre y lengua de la que ellos con cariño y admiración todavía llaman la “Madre patria”: España; aun cuando también haya pueblos y gentes que no lo entienden así, porque toda obra humana siempre tiene partidarios y detractores.
Es comprensible que los indios recibieran a los conquistadores españoles con recelo y resistencia. Reconozco que los nuestros fueron a territorios ajenos, impacientando y soliviantando su amor patrio y la ya belicosa actitud de los aborígenes que libraban entre ellos numerosas guerras civiles. Aunque también los españoles llevaron allí muchas cosas buenas. Abrevio citando sólo: la superior cultura y civilización occidental, la protección a los indígenas contra la durísima imposición tributaria a que Moctezuma les sometía y la salvación de cientos de miles de jóvenes indios, cuya propia familia los cebaba para luego arrancarles vivos el corazón y ofrecérselos inmolados a sus dioses. Esa era para los españoles una intolerable aberración que perseguían, en bien de los propios indios.
Al analizar aquella ingente obra de España en América, observo con tristeza cómo otros países europeos, emiten falsos juicios de valor carentes de seriedad, objetividad y rigor. Porque aquellos hechos sólo se pueden enjuiciar hoy con la mentalidad que indios y españoles tenían hace 500 años, no con la de ahora. Entonces no existía el Derecho Internacional, ni los derechos humanos, sino el derecho de conquista, las guerras santas, la ley del más fuerte; la esclavitud, que precisamente España allí prohibió; las reglas, valores y demás parámetros por los que el mundo se regía eran totalmente opuestos a los actuales; estaban en su apogeo el expansionismo europeo y la explotación de las grandes rutas marinas y comerciales; de los territorios descubiertos o conquistados se tomaba posesión desembarcando y clavando la bandera, porque eran considerados “res nullius” (cosa de nadie).
Flaco favor haríamos a la historia, al mundo, a la verdad y a la justicia, si aquellos antiquísimos sucesos los valoramos como si hoy hubieran ocurrido, como si aquellos españoles y los indios hubieran tenido entonces tan amplios derechos, libertades, capacidades, desarrollo cognitivo y cultural, como ellos y nosotros hoy gozamos, viviendo en democracia, estado de derecho y dignidad de todas las personas por el solo hecho de serlo. Las reglas, principios y valores que hoy para ambas partes rigen son totalmente diferentes a aquéllas.
Es lamentable ver muchas veces la propaganda falaz que otros países desde entonces han propalado contra España, presentando interesadamente la conquista de América acompañada de supuestos genocidios, violencias y atrocidades que nunca los españoles cometieron como los inventan. Y todavía duele más que haya españoles que, olvidándose de serlo y sin ni siquiera defender lo suyo, en vez de sentirse solidarios con lo propio, den mayor crédito a infundios extranjeros, sin antes preocuparse de conocer los hechos de su propia ciencia, bastándoles con que alguien hable mal de España para dar por ciertas las noticias tendenciosas, incluso magnificando las acusaciones de oídas, retroalimentando así unos y otros la “leyenda negra” antiespañola.
¿Y por qué se creó dicha “leyenda negra”.?. Porque España se les adelantó en llevar a cabo la gran epopeya que otras potencias quisieran haber ellas realizado para engrandecer y glorificar su historia y prestigio. Por eso todavía continúan relamiéndose aquellas viejas heridas de la envidia y el resentimiento. Y todavía apena más saber que, en demasiados casos, también los españoles secundan tales infundios, vertiendo juicios negativos contra España y los españoles, sin ni siquiera respetar el más elemental principio acusatorio del derecho: el “indubio pro reo” (en caso de duda, favorecer al acusado), al menos, otorgando a lo nuestro el “beneficio de la duda”.
Porque, si hay algo que salta a la vista apenas se empiezan a leer textos objetivos y solventes sobre la conquista, es la ingente obra allí desplegada por nuestros antepasados. Fue un acontecimiento que no cabe en la historia de España, porque trasciende a lo universal, a aquella España de Felipe II en cuyos confines “no llegaba a ponerse el sol”. Los españoles conquistaron allí imperios y gestaron más de veinte nuevas naciones hermanas. El historiador Juan Galán Eslava, estudioso de la conquista de América, escribe: “Legítimamente podemos sentirnos orgullosos de Hernán Cortés y Francisco Pizarro, porque hicieron grandes gestas como conquistadores. Cuando hubo genocidio fue después de la conquista, sobre todo, tras la independencia”.
Y el historiador Pedro Sainz Rodríguez, gran experto de aquella conquista, escribió:: “A quienes estudien con objetividad este gran acontecimiento de la labor de nuestros descubridores y misioneros, sorprenderán siempre la fuerza y el coraje de la nación española. Parece imposible que un pueblo con población muy reducida, si lo comparamos con el amplio continente americano, pudiera llevar a cabo una empresa cultural y evangelizadora tan gigantesca, que nos debe llenar de asombro”. Esos otros países que inventaron y propalaron la “leyenda negra” contra España, son los mismos que luego llevaron a sus colonias relaciones de “dominantes” a “dominados”, imponiendo el “apatheid”, la segregación racial y la esclavitud.
Muchos españoles, sobre todo los extremeños, ni siquiera conocían el mar, y tuvieron que vencer grandes océanos procelosos y embravecidos a muchos miles de kilómetros de su tierra, cruzando grandes tempestades, separados de sus familiares queridos, viviendo en un entorno ajeno y hostil, contrayendo enfermedades desconocidas que les causaban tantas muertes como las batallas, curándoselas sin médicos ni medicamentos, a marca de hierro incandescente; descalzos, andrajosos y hambrientos, muchas veces teniendo que alimentarse con raíces de árboles, pieles remojadas, serpientes y animales repugnantes, sufriendo miserias, calamidades e infortunios. Y, aun así, cuando a Cortés se le amotinaron los que querían abandonar la empresa para regresar a Cuba, el bizarro capitán extremeño impuso con su coraje y autoridad seguir adelante, quemando las naves para que nadie pudiera retroceder.
La conquista española de América fue la más romántica y amorosa de cuantas se hicieron en el mundo, porque los españoles se enamoraron y casaron con princesas indias con las que tuvieron hijos, reconociéndolos dándoles sus apellidos. De ahí que América esté hoy llena de apellidos netamente extremeños. Así nació el “mestizaje”, con el que los españoles fundieron su sangre con la de los indígenas. Los demás países conquistadores jamás permitieron mezclar su raza y su estirpe con la de los indios, con los que practicaron el racismo y la esclavitud. Los españoles no tuvieron ningún escrúpulo en emparentar con las indias, cruzando ambas razas sin hacer distinción entre hijos legítimos y naturales.
A Cortés y sus capitanes, tras ganar la batalla de Centlá en Tabaco, jefes indios les regalaron como “esclavas” veinte de sus hijas princesas. Él eligió a la llamada Malinalli para que le sirviera como intérprete. La bautizó nombrándola Marina. De ella, diría luego: “Sin la ayuda de “Doña Marina”, nada hubiéramos entendido de la Nueva España de Méjico”. También sus soldados la trataban de “Doña Marina”. Y, claro que luego mantuvieron relaciones maritales concupiscentes de concubinato, merecedoras de reproche y reprobación moral. La prueba está en que, fruto de ellas, nació su hijo Martín Cortés, al que reconoció dándole su apellido y esmerada educación.
Pero cuando su esposa Catalina Suárez llegó en 1522 a Méjico, Cortés puso fin al contubernio, casando a Doña Marina con el soltero Juan Jaramillo para que no quedara desprotegida. ¿Y cómo hubiera actuado mejor, tratándola como esclava, tal como del padre la recibió, o dándole tan íntimo trato familiar?. Cuando Cortés en 1543 enfermó estando en España, otorgó testamento en Castilleja de la Cuesta (Sevilla), nombrando a su hijo Martín albacea responsable de su patrimonio en Méjico, porque decía tener mucho empeño en que su hijo tenido con Doña Marina no fuera de peor derecho que sus otros hijos castellanos.
Y refiere el cronista Díaz del Castillo que fue testigo de que Cortés mandó ahorcar al soldado español Fulano de Mora por robar una gallina a un indio, cuando la tropa estaba hambrienta porque en bastantes días sólo comieron varios zorros hediondos cazados. Gracias a la mediación de Alvarado, le conmutó tan severísima pena capital por otra menos grave. Son simples anécdotas, pero ponen de manifiesto cómo el propio Cortés trató a Doña Marina, a su hijo mestizo y defendía a los indios contra el latrocinio.
Es por ello, que los españoles tenemos motivos más que sobrados para sentir el legítimo orgullo y la íntima satisfacción de aquella gran hazaña española en América. Y los valientes que la realizaron, merecen nuestro homenaje de respeto, reconocimiento y gratitud, que yo, moralmente, me siento obligado a hacerles.