Nos metemos tanto en la vida de los demás que no los dejamos ni que mueran. Llamamos héroes a los que los detienen en su intento de fugarse de una vida que ya no les interesa. Irse no está mal, máxime cuando lo has decidido a conciencia.
Sé que aquí no está permitido -no tenemos una Ley de Muerte Asistida que nos ampare- pero tampoco si te pues autoliquidar a ti mismo. La naturaleza, las casualidades o el destino -incluso con letras minúsculas- son agentes aceptados a la hora de despedir a la vida, pero nunca la propia voluntad del que se tiene que poner esos zapatos cada mañana.
Puedes encontrarte con un veredicto de muerte a término y aun así el vago vulgo verá que lo más coherente es luchar a muerte por tu vida. Tratamientos que se asemejan a las torturas inquisitoriales serán buenos si te alargan la vida media milésima. Si eso es así -y sabemos que lo es- cómo va a entender nadie que se quiera poner punto y final a su propia vida cuando ya no te interesa y estás perfectamente sano.
La cría de 25 que quería irse tenía derecho a hacerlo. Lo mismo ahora se arrepiente y pude hacerlo porque su madre encontró su nota de despedida, la chivateó a la Guardia Civil y se compaginaron con la operadora de su móvil para encontrarla – ya inconsciente en su coche- antes de largase definitivamente. No es que le reproche nada a su madre. Lo entiendo. Solo digo que el suicidio está mal visto.
Escribí hace mucho tiempo un artículo sobre el suicidio de los maltratadores, luego de asesinar a sus víctimas. Los tachaba -porque lo son- de cobardes radicales, incapaces de aceptar la ruptura de una relación llegando a lo que siempre quisieron... el control total de su víctima (muerta) a sus manos. Luego porque la sociedad les ha hecho frente, la Ley los persigue -y encarcela- y saben que en la cárcel las van a pasar canutas, se suicidan. Por eso los taché de suicidas cobardes.
Me entró un comentario de alguien que abogada por el suicidio. Alguien que desde el dolor (por la pérdida de una persona por suicidio) se quejaba que yo a los suicidas los llamara cobardes.
Nada más lejos de mi pensamiento. Los suicidas pueden ser cualquier cosa menos cobardes. No los que despojan al mundo de su vida, negándose posibilidades. Porque no les hablo de la asistencia a una muerte terminal, lenta y desagradable en la que se descompone el cuerpo antes que el alma. No les hablo de aquellos ajados por el tiempo, satisfechos, gozosos con lo que les han regalado y que ahora se despegan del yugo de las arrugas, la caída y las llagas posturales.
Les hablo de los que movidos por la infelicidad, el desánimo y la tristeza, la angustia, la apatía o el desencanto, que quieren cruza esa última frontera. No son cobardes. Todo lo contrario, porque el hastío, el desencanto, la tristeza pasan como la lluvia o los interiorizamos o los dejamos que se vuelquen en nuestras venas, acompañándonos. No es bueno vivir con las agonías que nos produce la mente (o los sentimientos) pero que aun así vemos, oímos y (cuando nos deja la situación) hasta comemos.
Es de ellos la voluntad de no ver más las caras queridas que envejecerán al igual que la suya sin remedio, el no palpar el calor del día que nace, las nubes del que se va o las promesas -aun agrias- que nos traerá el mañana. Todo tiene un final y deberíamos poder elegir el nuestro. Con sabiduría y conciencia.
La Guardia Civil la encontró y la trajo de nuevo a la desidia, las envidias, las crueldades y el desánimo. Cuánto hubieran dado los padres del crío que se tiró de un edificio porque le hacían acoso en el instituto y que nunca pensó que un día presidiría la cabalgata del Orgullo o que sería padre o desempleado con muchas deudas por pagar.
Porque la vida te da sorpresas muy buenas y muy malas, porque es una perra desdentada con la boca llena de garras y resabiada por antigua. Quizás por soportarla mereceríamos abandonarla cuando nos diera la gana. Marchándonos sin maletas, pero con la cara muy alta.