Quien me conoce ya sabe que a estas alturas de mi vida ya no soy creyente. Y todo el mundo me ha escuchado criticar en no pocas ocasiones la hipocresía que rodea al mundo cofrade caballa.
Pero la noche de este martes viví algo que me llenó de emoción y de un sentimiento indescriptible.
Llegamos tarde para el Encuentro, así que aconsejé a mi hermana y a mi compañero Álvaro que callejeáramos para ver a la Cofradía en Velarde, punto emblemático tradicional de la procesión. Estaba ya casi llena, y logramos hallar un hueco frente a la escalera que nunca he utilizado y que no sé a donde da.
Hasta ahí todo correcto. Sin más.
Pero cuando el paso del Cristo llegó hasta donde estábamos, un cable se enganchó en el remate de la cruz que carga el Nazareno. Y ahí empezó todo.
Tensión de nervios, el silencio de los presentes, capataces dando órdenes para intentar desenganchar el cable: “izquierda atrás”, “menos pasos quiero”, “a tierra, a tierra”… capataz que se tiene que subir al Paso para deshacer el enredo… parece que todo está solucionado… “venga, vamos otra vez”. Levantá ‘a pulso’, “vámonos despacito”… se vuelve a enganchar…
Pierdo la noción del tiempo y no sé muy bien cuántos intentos fueron hasta que consiguieron con maniobras y mucho esfuerzo salir del atolladero… pero al Nazareno le esperaban dos cables más. Un vecino levantó desde un balcón el que por orden era el tercero, pero el otro, el segundo, tuvo que sortearse con los costaleros casi de rodillas para “levantar al cielo” cuando consiguieron pasarlo, que desencadenó una ovación y las lágrimas de muchos de los testigos.
Fueron unos minutos inolvidables.
No me queda más que expresar mi más profunda admiración por quienes portaban al Nazareno. Por los capataces también, claro, que guiaron las maniobras perfectamente. Pero esos costaleros son dignos de admiración. Ese esfuerzo sin recompensa más allá del sentimiento cofrade, sí, es digno de admiración. Yo les admiro.
Y entre ellos, especialmente, admiro a Raúl Fernández.
Gracias por este recuerdo inolvidable.