Vivimos tiempos complicados. Tiempos marcados por la desinformación a base de noticias resumidas en cuatro palabras y sometidas a la dictadura de la rapidez en redes sociales. Ya no importa ni interesa la reflexión. Todo se mueve a base de ser el primero y ofrecer el producto de la manera más resumida posible para que el receptor no haga siquiera esfuerzos. Se lo damos todo como a los niños chicos: rápido y preparado para que ni tengan que masticar.
En este mundo que da la espalda a la reflexión los medios de comunicación nos movemos descabezados, sin encontrar nuestro hueco. Rapidez, inmediatez, resumen... Todo ello atrapado en la locura del pinchazo. Todo vale con tal de conseguir no sé cuántos me gusta y compartidos. Ni siquiera sabemos a dónde nos conduce todo esto. El riesgo es máximo. Lo es para todos. Incluso para la propia sociedad que desprecia todo aquello que no se adapte a las etiquetas.
No veo el momento de que esto pare. Parece como si la gente se conformase con esa sinrazón de separar el mundo en blanco y negro, buenos y malos, extendiendo conceptos erróneos que nos llevan a odiar a unos, a incurrir en separatismos, a seguir haciendo uso de conceptos erróneos porque quedan bien en un titular o porque todo el mundo lo emplea aunque esté mal.
Todos siguen hablando de yihadistas no de terroristas, a pesar de insistir en la deformación del concepto y evitando otro quizá por la presión política del momento. Lo mismo sucede con determinadas noticias: qué hace que un atentado sea portada y otro más grave en otro punto del país se reduzca a un breve. La realidad manda. Lo que es viral es lo conocido. El resto ni siquiera es aceptado por una sociedad que aspira a estar informada con cuatro tuits.
Las etiquetas son peligrosas. Demasiado. Pero irremediablemente es el mundo en el que parece que nos obcecamos en vivir.