Miro hacia el cielo y observo el lento avance de las nubes sobre el horizonte.
Con gran dificultad el viento consigue moverlas debido a su gran peso. Las gaviotas comienzan su actividad y veo los primeros vencejos volando cerca de mi ventana. Estas aves no saben nada del Día de la Tierra que se celebró hace pocas semanas. Tan sólo atisban desde las alturas un paisaje ocupado por edificios, calles de asfalto y ruidosos vehículos de dos y cuatro ruedas. En su interior o sobre estos grandes artefactos se sientan unos seres humanos aislados de todo lo que les rodea. No les ven a ellas ni al resto de las aves que en estos días de inicio primaveral vuelan entre ellos. No reparan en las nubes que dan carácter al día ni contemplan el fascinante espectáculo de la salida del sol. No escuchan el graznido de las gaviotas ni el agudo trinar de los vencejos y las golondrinas. No huelen las fragancias que desprenden los árboles y plantas que ya muestran sus renovadas hojas y sus coloridas flores. No prestan atención a las sombras de los pájaros que se proyectan sobre las frías aceras de nuestras calles. No aprecian la brisa marina que acaricia las pocas partes de su cuerpo que no llevan cubiertas ni huelen el olor a sal que desprende el aire después de su paso por el mar. Un mar que es posible ver entre algunas calles de Ceuta y que nos recuerda que ésta es una ciudad abrazada por dos mares que unen con sus aguas a dos continentes.
Veo desde mi ventana pasar a algunas personas camino de su trabajo con auriculares encajados sus orejas. A ellos les interesan los asuntos terrenales, a mí los celestiales. Ellos organizan su tiempo con un estricto horario: una hora para entrar a trabajar, otra para descansar; un hora para salir y otra para comer y descansar; un hora para cenar y otra para ver la tele y holgazanear…Así discurren las horas hasta que un día la vida se acaba. El cosmos y la vida seguirán su curso cumpliendo un plan cuyos objetivos y contenidos superan la capacidad de comprensión de los seres humanos. Unos seres dotados del extraordinario don de la conciencia y el pensamiento. Estas capacidades nos abren la posibilidad de participar de manera activa, como co-creadores, en el despliegue del inabarcable plan celestial. Sin embargo, desperdiciamos esta oportunidad de traer más amor, sabiduría y belleza a este mundo, o lo que es peor, utilizamos nuestros innatos dones para destruir la naturaleza.
El actual sistema económico ha conseguido divorciarnos de la naturaleza no para hacernos más libres, sino para atarnos a su diabólico carro y arrastrarnos por el camino enfangado que ha trazado para nosotros. Creemos de manera ingenua que nacemos libres, pero en verdad nacemos esclavos. Somos hijos de esclavos encadenados a muros hipotecados, a coches y muebles pagados a plazos, y a trabajos en muchas ocasiones forzados. Todo para pagar aquello mismo que nos esclaviza. Desde pequeños nos vamos acostumbrando a la vida de esclavos que nos espera: horarios fijos, deberes mecánicos y aislamiento de la naturaleza por los muros de colegios e institutos. Cuanto antes nos acostumbremos a una vida rutinaria a nuestros hijos e hijas menos sufrirán ante la falta del más preciado bien que anhela el ser humano: la libertad. Necesitamos de ella para dejar fluir nuestro pensamiento, nuestra imaginación y nuestra creatividad. Necesitamos disponer de nuestra vida para poder recorrer, como dijo Thoreau, “este amplio jardín y beber de los sutiles influjos y las sublimes revelaciones de la naturaleza”.
Nuestras cadenas más pesadas y rígidas son las que nos atan a ciertos ideales sociales, económicos y políticos alejados de la verdadera esencia del ser humano. Ciertas doctrinas religiosas y políticas son como aquellas grandes bolas de hielo que se ataban a los pies de los presos y esclavos. Su peso nos impide avanzar por los caminos de la ciencia, la filosofía y la imaginación. En estas condiciones nunca alcanzaremos la “Montaña de las Delicias” de la que hablaba Bunyan en su obra “El Progreso del Peregrino”. Esta montaña es similar a la del Parnaso: la morada de las Musas. Ellas son el motor de la espiral de la vida que hacen girar mientras cantan y bailan al son de la música celestial. Pocos son los oídos que captan esta melodía que sirve de banda sonora a la vida. Las aves, por vivir en las alturas y sobrevolar las montañas, conocen bien esta canción y la interpretan para los seres humanos. Pero, por desgracia, pocos saben escuchar y descifrar el lenguaje de los pájaros. Según la mitología y tal como nos cuenta Funcanelli, “el célebre adivino Tiresias tuvo un conocimiento perfecto de la Lengua de los pájaros, que le habría enseñado Minerva, diosa de la Sabiduría. La compartió, según dicen, con Tales de Mileto, Melampo y Apolonio de Tiana”. Pienso en esta Lengua de los Pájaros, madre y decana de todas las demás, mientras escucho absorto el trinar de los vencejos que acompañan a Perséfone en su regreso desde el profundo reino del Hades.
Creo que la naturaleza ofrece sus constantes espectáculos, como el canto de los vencejos, en agradecimiento a los pocos seguidores que contemplamos con atención y entusiasmo este maravilloso drama que es la vida. Nos sentimos orgullos y felices de dedicar nuestro tiempo a escribir la crónica de esta obra sin igual. Una representación eterna a la que todos estamos invitados a participar como actores, tramoyistas o decoradores. No podemos destruir o afear el escenario en el que discurre la vida. Debemos quererlo y respetarlo. Sobre sus tablas se han representado muchas vidas y muchas otras que vendrán. A lo más que podemos aspirar es a dejar una pequeña anotación en el margen del guion diciendo: “estuve aquí y cumplí lo mejor que puede mi papel”.