Adalberto, ese hombre corriente que pasaba desapercibido, temía acostarse cada noche. Es porque solía soñar y siempre eran pesadillas desagradables de lo que pasaba en aquella ciudad con dos hospitales sin utilizar, un PGOU en sala de espera y un helipuerto cerrado. Pero aquella mañana, al despertarse sobresaltado, comprendió que esa noche había tenido un sueño absurdo e imposible. Recordaba todo perfectamente y decidió escribirlo para después reírse de lo estrambóticas que resultaban las escenas vividas.
En su sueño imposible, Adalberto era un comerciante de Gibraltar que hablaba esa mezcla de español-andaluz e inglés de colegio que tanta gracia le hacía a los puristas. La Roca vivía de su puerto, del régimen fiscal y bancario especial y de los turistas que llegaban por miles cada día. Nuestro hombre corriente, como tantos otros, tenía su tienda llena de la mañana a la noche y la economía local se nutría de miles de libras y euros que aportaban los turistas. Por otro lado, tanto Adalberto como sus colegas, tenían una casita en la costa y pasaban allí los fines de semana comiendo jamón y buen vino, como si fueran andaluces. Todo perfecto.
Pero un día los españoles del otro lado de la frontera construyeron un magnífico edificio para albergar la aduana y el paso de viajeros. Habilitaron seis carriles con otros tantos policías y guardias civiles, ofreciendo todo tipo de facilidades para transitar de un lado a otro de la Verja. Incluso, pusieron una calle especial para ciudadanos de la Unión Europea, donde el control era inexistente casi, por lo que solo apartaban un coche de cada cincuenta, para un control superficial. Aquello era muy rápido y los llanitos estaban muy contentos.
Pero sucedió algo inesperado. Las autoridades del Peñón que continuaban con sus vetustas instalaciones de aduana y policía con una bandera británica inmensa en la fachada, mantenían solo dos carriles abiertos con controles exhaustivos coche por coche y pidiendo documentación hasta a los gibraltareños de toda la vida. Las colas de vehículos y peatones se hacían interminables para entrar en la Roca por culpa de las propias autoridades locales. Incluso, para salir del Peñón, pedían los documentos, registraban el coche y ponían todo tipo de pegas retirando mercancías, lo que era inexplicable para los llanitos. Y en cuanto pasaban el filtro británico, todo eran facilidades de parte española.
Los comerciantes fueron a quejarse a la Chamber of Commerce porque no entendían que se pusieran dificultades a la entrada de turistas-compradores y luego se les registrara a la salida y se les quitaran las compras si pasaban de una determinada cifra. ¡Que se ocupen los españoles de ese control, pero nosotros estamos vendiendo legalmente a turistas….!. El presidente de la Cámara de Comercio, derivó el asunto al Gobierno de la Roca y por eso los empresarios, con su institución al frente, fueron a ver al Chief Minister o Ministro Principal, Mr. John García. Éste les recibió junto a su Minister for Business and Employment Reginald Gutiérrez, como encargado de negocios y empleo. Ambos, muy amablemente, los derivaron al Governor de Su Majestad Sir Arnold Mason, porque se trataba de un tema de seguridad.
La entrevista con el Gobernador, un erguido general en la reserva muy conocido, fue más complicada. Les recibió con el Commissioner de la Royal Gibraltar Police y el Collector o Administrador de la HM Customs o Aduanas de Su Majestad. Ante la rocambolesca historia de los comerciantes al explicar que se estaba cortando uno de los principales negocios de Gibraltar, poniendo controles exhaustivos a entrada y salida que, teóricamente, debían ser impuestos por España, contestó el Governor argumentando que era una cuestión de seguridad. Explicó que entre esos miles de españoles que pugnaban por penetrar cada día en la Roca, podía venir gente de ETA, del GRAPO, partidarios de las fiestas taurinas, separatistas catalanes o Dios sabe quién. Por otra parte, los que pretendían salir con los maleteros llenos de licores, tabaco o electrónica, superaban los límites del turista y debían tener un DUA comunitario de exportación, añadió el Collector de Aduanas. Y se quedaron tan panchos.
Otro de los comerciantes, ante las miradas indignadas de sus compañeros, argumentó que muchos gibraltareños como él, tenían casa en España, generalmente en el Rinconcillo y tardaban horas en llegar allí, por lo que habían tenido que dejar un coche al otro lado de la frontera y pasar andando. El Gobernador Sir Arnold montó en cólera porque no entendía como ciudadanos de Gibraltar pasaban su tiempo libre entre esos españoles que reivindicaban la Roca a diario e invadían las aguas territoriales británicas. Los comerciantes miraron de nuevo duramente al indiscreto empresario y aseguraron al Governor que no había peligro en pasar el fin de semana en el Rinconcillo, donde la verdad sea dicha, les hacían poco caso.
La economía de Gibraltar fue cayendo poco a poco. Las grandes empresas de distribución llegadas desde Gran Bretaña y otros países de la Unión Europea, fueron cerrando sus establecimientos y el personal pasó al paro. Los españoles que querían comprar, optaron por ir a Ceuta porque esta ciudad puso una naviera municipal que ofrecía magníficos catamaranes para cruzar el Estrecho por cinco euros ida y vuelta, con bocadillo y cerveza local gratis en cada trayecto. El negocio pasó al otro lado del Estrecho y, aunque cambió el gobierno en la Roca y nombraron un nuevo Gobernador de Su Majestad, la situación continuó igual: empresarios arruinados en Gibraltar, comerciantes y hosteleros cabreados en España y policías y guardias civiles riéndose del cirio que habían montado los llanitos. Muchos decían que, ante la aduana de un país en crisis como España, tan bien dotada y la británica perteneciente a un reino de economía pujante que estaba tan antigua y desvencijada, parecía que el más desarrollado era España y la parte inglesa un país en vías de desarrollo.
Cuando Adalberto pudo meditar sobre el sueño que había tenido, comprendió que todo era un absurdo. ¿Cómo iba una ciudad a perder su negocio y hundir la economía local por trabas aduaneras sin sentido? ¿Cómo iba una ciudad tan aislada a renunciar a un turismo pujante? ¿Cómo iba a permitir el máximo responsable de una ciudad que arruinaran su comercio sin irse a la capital del reino a montar la marimorena?. Completamente absurdo, a menos que existiera alguna subvención por medio, concluyó Adalberto.
Aquel hombre insignificante que era Adalberto, abrumado por el sueño absurdo, decidió que esa noche se tomaría una Centramina que conservaba desde la universidad y se entretendría con una novela de Ken Follet para no dormirse, evitando así otra pesadilla sin sentido.