Con cierta frecuencia, cuando en este país un menor comete una auténtica atrocidad como la que ha sucedido hace pocos días en un instituto barcelonés, comienza a surgir una serie de debates en torno a diversas cuestiones, tan diferentes entre sí como la mayoría de la edad penal, la educación que reciben los jóvenes o el efecto nocivo de los comúnmente condenados videojuegos, casi siempre desde una perspectiva muy general.
Sin embargo, a medida que se alejan estos sucesos, la atención sobre los mismos remite y se dispersan las cuestiones planteadas, concluyendo el asunto en poco más que nada. Lógico, por otra parte, si tenemos en cuenta la excepcionalidad de estas terroríficas acciones.
Como de costumbre en estos casos, los medios escudriñan a los responsables de dichos actos en un esfuerzo por informar y por aclarar los posibles condicionantes de tales conductas. No obstante, con excesiva asiduidad pecan de un sensacionalismo contraproducente. Sin irnos más lejos, a raíz del suceso de Barcelona se ha reseñado la relación del joven con determinadas series de televisión y videojuegos, los cuales han vuelto a ser señalados como uno de los posibles elementos incitadores a la violencia. Siempre he pensado que esto último es una enorme estupidez, pues es evidente que hay muchísimas posibilidades de que un joven occidental tenga, en mayor o menor medida, cierta relación con los videojuegos, ya que estos han adquirido una extensa dimensión mundial, estableciendo una base ciclópea en constante crecimiento. Una dimensión mundial que, por cierto, hubiera demostrado sus supuestos efectos negativos en un espectro amplísimo si de verdad existieran como tales.
Por supuesto, cualquiera que tenga medianos conocimientos sobre los diferentes medios audiovisuales no puede negar que la interacción que, por norma general, ofrecen los videojuegos es más personal y directa que la propuesta por la literatura y/o el cine. Por ende, es muy probable que personas con desequilibrios mentales o jóvenes en proceso de maduración puedan experimentar alteraciones que desemboquen en problemas como estos. Desde mi punto de vista, he aquí donde radica el problema esencial: el acceso de estas personas a productos inadecuados. En el caso de las personas con afecciones psicológicas, el tema es más complicado si no se ha diagnosticado, pero cuando hablamos de jóvenes el asunto es mucho más sencillo, pues los videojuegos tiene una recomendación por edades que los padres tendrían que ocuparse en cumplir a rajatabla. No es normal que un chico pueda acceder a juegos para mayores de edad y llegue al punto de obsesionarse con ellos, como tampoco es normal que lo haga con series o películas del estilo, y en eso han de trabajar los padres con más ahínco que nunca porque hoy su difusión es muy superior a la de antaño.
Desde mi punto de vista, el problema no reside en estas obras audiovisuales, las cuales enriquecen nuestra cultura, en sí mismas, sino en su acceso y uso inapropiado, y creo que ni un chico de trece años ni una persona con obstáculos psicológicos están capacitados para regular ni una cosa ni la otra. Quizá deberíamos evitar errores pasados acatando con mayor disciplina nuestras responsabilidades y no hacerlas recaer sobre ninguna expresión artística.