Nada hay que llame más la atención que una flor, la que sea, en un campo cualquiera. Está allí como signo de distinción, como algo que se destaca en la llanura aunque en ésta haya otras cosas. Nada como una flor, por silvestre que sea y cualesquiera que sean sus colores. En el desierto africano he tenido ocasión de apreciar esa belleza, al igual que la elegancia de la carrera veloz de una gacela solitaria. que se mueve
en la lejanía prestándole vida al horizonte. Todo ello ha sido creado para que mueva los sentimientos humanos hacia la belleza natural. Hace unos días pasé cerca de un pequeño quiosco en el que vendían flores. Todo él estaba rodeado de ramos de diversas clases y me sentí atraído por ese panorama. ¡ Qué distinta resulta la calle con la presencia de ese quiosco! Tienes la sensación de que te has evadido de las exigencias del quehacer diario y estás viviendo algo muy distinto, algo que te serena y hasta el semblante muestra signos de felicidad. Estuve curioseando lo que había alrededor del quiosco y hablando con quién lo atendía. Hablamos de las flores y, naturalmente, de la vida; de la suya y de la mía.
Las flores parecía que entendían lo que hablábamos y sus miradas se cruzaban con las nuestras, en plan amistoso: nos ofrecían todo lo que tenían: paz y belleza. ¿ Qué más se puede pedir ?... Es lo que, desgraciadamente, nos falta en nuestra vida, en nuestro quehacer diario, en nuestras relaciones con los demás para tratar de cualquier cosa, tanto de las de poca importancia como de esas que hacen que el mundo se tambalee. Bueno, pues me marché de allí llevándome cinco rosas; una por cada uno de mis hijos, ya bastante mayores.
Estas cinco rosas quieren simbolizar aquellas que ofrecía a mi mujer cada vez que daba a luz a uno de nuestros hijos: Fueron cinco y cada una de estas rosas de hoy es el presente de cada uno de ellos a su madre, fallecida hace ya tres años. Ahí están ahora esas cinco rosas, al lado de un retrato de mi esposa y todo lo que hay en esta habitación es testigo de lo que hablan esas flores, como mensajeras del amor de cada uno de los hijos hacia su madre. Yo me paso muchas horas, de cada día, hablando con ellas. Es hablar de amor sincero y eso es bello.
No dejen ustedes de hablar con las flores, con las que sean; con las silvestres de los campos y con aquellas otras que han sido cuidadas por manos expertas. Necesitamos esa ayuda para hablar, después, con otras personas. Quizás de cosas ligeras o, tal vez, de cosas sumamente importantes. Las flores hablan mejor que nosotros. Ellas son desprendidas, se dan por completo a los demás, especialmente a quienes las miran y hablan con ellas. ¿Por qué no hablamos con nuestros semejantes en la forma que lo hacemos con las flores?