En plena Transición, cuando se dio a conocer el contenido de la Constitución que posteriormente debían aprobar los españoles, la extrema derecha inició una dura campaña contra el texto, con especial fijación en el Título VIII, el referido a la organización territorial. En el denominado “estado autonómico” veían el fin de la nación.
En una pintada cerca de Moncloa se leía un juego de palabras con las cuatro reglas matemáticas: “Las autonomías suman odios, restan fuerzas, multiplican el gasto y dividen el país”.
Que el estado autonómico ha sido el gran fracaso de nuestro proceso democratizador resulta evidente. El diseño autonómico nació para dar salida al problema del nacionalismo catalán y vasco, y toda la organización territorial se diseñó para contentar a esas élites nacionalistas, en un momento de difícil transición de una dictadura a una democracia con el peligro de la involución en el aire. Por esta razón aparece el término, conceptualmente vacío, de “nacionalidades” para diferenciarlo de las regiones así como dos vías para acceder a la autonomía, la de las “comunidades históricas” y la del resto. Y además se introducía el famoso artículo 150 que permitiría la transferencia ad infinitum de las competencias estatales a las voraces autonomías. En los treinta años siguientes, en contra de lo esperado, el sistema autonómico ha favorecido el separatismo catalán y vasco, además de aumentar las diferencias económicas y sociales entre las regiones y sus ciudadanos. En este estado de cosas, y con la amenaza del separatismo catalán, ahora se propone la transformación de España en un estado federal. Es decir, perseverar en el error y, lo que es peor, diseñar de nuevo la organización territorial, para contentar a los nacionalistas. Los estados federales se constituyen con estados independientes que se unen para construir un solo estado en el que delegan gran parte de sus competencias. En el caso español el camino es justo el contrario, un estado unitario descompuesto en partes. Esa fue la vía probada en la Primera República y acabó con Cartagena pidiendo la integración en los EEUU. Es evidente que el estado federal que nos ofrecen ahora, no es un estado federal real, aquel en que todas las partes son iguales, ya que “el café para todos” autonómico fue rechazado por los nacionalistas catalanes, así que lo que se nos ofrece es un federalismo asimétrico (ya han aclarado que el régimen especial del País Vasco y Navarra debe mantenerse), o sea, la profundización en la diferencia y más autonomía para que las élites hagan y deshagan en sus respectivas taifas.
Se ha argumentado que este sistema proporciona una mayor estabilidad y ponen como ejemplo a los EEUU, Canadá, Australia (resulta curioso ver a socialistas defendiendo modelos liberales) o Alemania, como si los estados unitarios y fuertemente centralizados no fueran sistemas estables. Francia es un estado unitario, muy estable y proporciona una mayor igualdad jurídica y económica a sus ciudadanos que los EEUU. La estabilidad política se consigue con un sistema de contrapesos y una limitación de la partitocracia, no dándole más poder a las elites regionales, que es la finalidad última de este experimento, ya que si hacemos caso de los sucesivos estudios del CIS, observaremos como la mayoría de los españoles quieren que el modelo se mantenga como está (un 30%), que se reduzcan las competencias de las autonomías (un 10%) o volver al estado centralizado (un 20%), mientras que quienes quieren una mayor profundización apenas llegan al 20% (el resto, no sabe o no contesta). Una vez más, las élites políticas caminan por su propia e interesada senda.