Nacido en Pozoblanco en 1886, Antonio Porras fue uno de esos autores cuya producción literaria fue truncada por la guerra. Con todo, su bibliografía es bastante extensa: abarca –dejó una obra de teatro inédita: Vida al pensado deseo- todos los géneros, aunque en el que más sobresalió fue en la narrativa. Su obra más notable, El centro de las almas (1924), consiguió el Premio Fastenrath 1927, que concedía, hasta el año 2003, la Real Academia Española de la Lengua; curiosamente, el finalista fue nada más ni nada menos que Gabriel Miró con El obispo leproso. Posiblemente esta fuera otra de las jugadas que la institución le hizo al eximio autor alicantino: recordemos la campaña difamatoria que el influyente Luis Astrana Marín sostuvo contra él y que hizo fracasar en dos ocasiones su candidatura al ingreso en la docta casa, pese a haber sido apadrinada por Ricardo León, Palacio Valdés y su paisano Azorín. La concesión del premio a Antonio Porras, lógicamente, levantó en los ambientes literarios una agria polémica ya que, dada la talla del finalista –el otro era Wenceslao Fernández Flórez con Las siete columnas-, todos daban por ganador al levantino: Porras, pese a tener ya cinco obras publicadas –dos de ellas de poesía: País de ensueño (1911) y El libro sin título (1912)-, era considerado un escritor novel. No obstante, la novela fue objeto de un elogioso artículo de Azorín en ABC, “El búho del madroñal”, que, acertadamente, en la segunda edición (y en el primer tomo de las Obras completas, al que está dedicado la novela) se incluyó como prólogo. La segunda obra que publicó Porras distaba mucho de la creación literaria: era un resumen de su tesis doctoral: Prácticas de Derecho y Economía popular observados en la villa de Añora (1912), premiada también por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas). Al finalizar la guerra, como tantos otros, tuvo que emprender camino del exilio, hacia Francia, del que no regresó hasta treinta y un años después; uno de sus hijos, Rafael, en 1943, fue fusilado en Madrid.
Fue también un reconocido abogado, representante de España en la IV Conferencia Internacional del Trabajo celebrada en Ginebra, candidato independiente (integrado en la Agrupación al Servicio de la República) en las elecciones para Cortes Constituyentes, colaborador, entre otras, de la Revista de Occidente, El Sol, El Heraldo de Madrid, y Cruz y Raya y, ya en París, asesor de las editoriales Payot, Seuil, Gallimard, Plon, Albin Michel y alguna más.
Entre sus títulos, aparte de la novela mencionada, caben destacar El misterioso asesino de Potestad, Santa mujer nueva y Lourdes y el aduanero; de su personal estudio sobre Quevedo solo se publicó el primer tomo, el histórico-narrativo: Quevedo. Hombre noble (1930); el segundo, que había de ser el analítico-crítico, quedó en manuscrito, extraviado durante la guerra. Estas obras, hasta que la Diputación Provincial de Córdoba y el Ayuntamiento de Pozoblanco, felizmente, decidieron emprender su reedición –las tres primeras corresponden al segundo, tercero y cuarto tomo de sus Obras completas, en curso de publicación-, eran muy difícilmente conseguibles, aunque, afortunadamente, con el tiempo, algunos ejemplares se pudieron localizar –recientemente se ha encontrado alguno más- en la madrileña cuesta de Moyano, en bibliotecas particulares o en librerías de lance y llegaron a Pozoblanco. En Hispanoamérica (especialmente en México, Argentina y Uruguay) tal vez se pueda dar aún con alguno: hace años le encomendé a un amigo que se dejó caer por allí (Montevideo y Buenos Aires) labores de rastreo, pero, desgraciadamente, pese a su interés, estas resultaron infructuosas. El autor, cuando volvió a España en 1970, no disponía de ejemplares de sus obras: ni incluso de la más divulgada: El centro de las almas. Su biblioteca de Madrid la perdió durante la guerra y, de no haber sido por estos fortuitos hallazgos, la producción del autor tarugo, al menos totalmente, no se hubiera podido reeditar.
Excepto para algunas personas, como Andrés Muñoz Calero o el ingenioso y recordado poeta Hilario Ángel Calero, su regreso pasó casi totalmente desapercibido en Pozoblanco; al igual que su muerte –a causa del cáncer-, ocurrida pocos meses después.
Aunque tenía noticia de él por el famoso manual Historia de la literatura española, de Ángel Valbuena Prat, por el Panorama de la literatura española, de Torrente Ballester y por el clásico estudio sobre la novela de Eugenio de Nora, a su vuelta, me cupo el honor de conocerlo personalmente y tratarlo en su casa de Fernández Franco, 12, con cierta asiduidad, hasta su fallecimiento: era magro, espigado, de blanca cabellera, pulido decir y cansado mirar; tenía una cultura enorme, una infinita curiosidad y una memoria prodigiosa: recuerdo sus anécdotas sobre Camba, González Ruano, Bergamín, los hermanos Machado, la cochambrosa bohemia o Marañón, médico de la familia: sobre la vida literaria del Madrid de principios de siglo, en general, que tan profundamente conoció; su relato del cruce de la frontera tras la caída de Cataluña y su despedida de Machado en Colliure pocos días antes de su muerte era estremecedor. Pese a lo avanzado de su edad (84 años) y frágil salud me dijo que a su paso por Madrid se había entrevistado con uno de sus antiguos editores –no recuerdo ahora el nombre- y le propuso presentarle el “plan” de una novela que tenía muy madurada; se refería, casi con total seguridad, a La risa del conejo encontrada tras su fallecimiento en los archivos familiares
Compartíamos veneración por Albert Camus, Schopenhauer, los estoicos y algunos autores hispanoamericanos: Rómulo Gallegos, Carpentier, Rulfo, Ingenieros, Úslar-Pietri, Arreola, Borges y –tres años antes había aparecido en Buenos Aires Cien años de soledad: el boom estaba en pleno auge- el aracataquero Gabriel García Márquez; en poesía, aparte de por el impresionante corpus de sonetos de nuestra tríada áurea, por Blas de Otero.
Estos días en que se van a cumplir los cuarenta y tres años de su muerte, releyendo Ramón y las vanguardias, el excelente estudio de Francisco Umbral, lo he recordado: su inconfundible figura aparece en una fotografía colectiva hecha con motivo de un homenaje que le dieron a Ramón Gómez de la Serna, imagino que en su café Pombo: está inclinado, en el centro, en primer plano, ante Eugenio d´Ors, el peruano Felipe Sassone y Azorín; los demás, aparte del homenajeado, son periodistas y escritores de la época hoy olvidados o difícilmente reconocibles, aunque entre ellos parecen advertirse Antonio Machado y Ramón Menéndez Pidal.
Antonio Porras, como muchos otros novelistas de los años veinte, era un autor por recuperar: Jarnés, Chabás, Espina, Corpus Barga, entre otros, ya lo fueron. Su obra, como dice Blas Sánchez Dueñas –coordinador general de las Obras completas- en la introducción del primer tomo, a mediados de los años treinta experimentó un giro radical: “En estas fechas dejará de publicar libros ya sean novelas o ensayos –a excepción del ensayo sobre El Burlador- y dirigirá su pluma hacia pequeñas reseñas o recensiones de textos y artículos de crítica literaria”. La mayor parte de esta producción -realizada en tierras francesas- fue difundida por la sección de lengua española de Radio París y constituyó su principal medio de subsistencia: igual labor hicieron también en Radio France Internationale, décadas después, el cubano Severo Sarduy y Mario Vargas Llosa; el autor pozoalbense, de haber continuado en España, probablemente, antes o después, como se colige por la obra que me dijo tenía proyectada, hubiera reemprendido su labor narrativa y ensayística normalmente y tal vez ocupara hoy un lugar más relevante en los manuales. La obra de Antonio Porras, pese a esta loable y reciente recuperación –incluso en su tierra-, sigue siendo una producción semiignorada.