Asistimos en este país nuestro que todavía llamamos España al gran circo nacional de ver cómo día tras día los fondos públicos que son administrados y gestionados por políticos de turno en las distintas Administraciones Públicas (estatal, autonómica y local) se malgastan, se dilapidan, se emplean para fines distintos de los que las normas prevén y, cada vez en más casos, son los mismos gestores o administradores de los mismos los que los aplican en su propio provecho, como si de administrar su cuenta personal se tratara, confundiendo lo público con lo privado o, para que se entienda mejor, “metiendo la mano” en la caja pública, quedándose para sí con el dinero que es de todos, quizá por aquello que recientemente ha declarado algún político, que no ha sentido ningún rubor al aseverar, pretendiendo justificar el desvío del dinero público a las cuentas personales, que los fondos públicos no son de nadie en concreto, sino de todos; o sea, según este personaje, cada uno puede llevarse para sí lo que le venga en gana. Y, claro, con un país tan plagado de semejantes pícaros, truhanes, sinvergüenzas y caraduras, pues así nos va y así estamos, que es ya vergonzoso y vergonzante encontrarse cada día con más escándalos de esta naturaleza; sin que por ello deban sentirse aludidos los políticos honrados que todavía quedan, porque a ellos no me refiero, pero la triste realidad es que la gente política honesta se está quedando ya en una rara especie a extinguir.
Hay quienes, tratando de restar importancia al asunto, aducen que en todos los tiempos y hasta en las civilizaciones y sociedades más cultas y puritanas, siempre ha habido gente avara y perversa que se ha dedicado a quedarse con lo ajeno y a enriquecerse a costa de los demás. Y, aun siendo ello cierto, tales comportamientos antisociales han podido tener lugar de manera individualizada, en casos puntuales y aislados, por aquello de que en todas las familias, grupos humanos y sociedades suele salir algún que otro “garbanzo negro” que hay que apartar del cocido. Pero, lo que ahora sucede, no se trata ya de excepciones, sino de comportamientos sociales en general, en los que los políticos que ejercen la “cosa pública”, en lugar de procurar el interés general y el bien de la colectividad, se dedican a utilizar los bienes públicos en su propio provecho. Una prueba indubitada de ello se tiene en los miles y miles de cohechos, percepción delictiva de comisiones, apropiaciones indebidas, informaciones privilegiadas, malversaciones de fondos públicos, etc. cometidos por cientos de políticos imputados y condenados que están pasando por los Tribunales de Justicia; como es otra prueba, el hecho de que, mientras duró el “boom” de la construcción y la consiguiente especulación con la venta y recalificaciones de terrenos, las disputas políticas más álgidas en los partidos se libraban en torno a quién iba a ser el político o grupo que se hacía con la concejalía o consejería de Urbanismo, que era la que dejaba las “mordidas” más suculentas. Ahí está, si no, el vergonzoso caso de la operación “Ballena blanca” de Marbella, por poner sólo un caso de saqueo de los fondos públicos de un Ayuntamiento.
En esta época de tan aguda crisis, que tanto cuesta encontrar un puesto de trabajo y que tanta angustia y zozobra han de sufrir los que padecen el gravísimo problema de tener a toda la familia en paro, pues resulta que el “modus vivendi” más rentable es hacerse político con carnet. Basta ahora con ser militante afiliado, en muchos casos sin ni siquiera poseer título académico alguno, sin ninguna experiencia en materia de Administraciones Públicas, sin formación ni preparación específica, sin haber tenido que pasar y superar ninguna oposición ni prueba de conocimientos de ninguna clase (tenemos a ex ministros, directores generales, consejeros, alcaldes, concejales, etc. con parecido perfil imputados en presuntos hechos de corrupción), para que, con sólo echar mano del carnet, eso se tiene ya por mérito y capacidad suficientes para ser nombrado como alto cargo en puestos de dirección y de especial responsabilidad, que suelen llevar aparejada la toma de complejas decisiones, junto con la administración y gestión de fondos públicos. Y llama la atención cómo, tras ser nombrados “a dedo” dichos políticos, convertidos de la noche a la mañana desde la nada en altos dirigentes, pues luego ejercen atribuciones directivas, de control y mando sobre funcionarios superiores de las Administraciones Públicas que, primero, han tenido que superar con muchos esfuerzos y sacrificios una carrera universitaria, después han tenido que competir en muchos casos en la proporción de uno contra cientos de opositores por cada plaza convocada para poder ganar una oposición, se les ha exigido un largo período de formación profesional en la Escuela de la Función Pública o similares, más otro período de prácticas para adquirir los conocimientos técnicos correspondientes a su profesión y especialidad, y se les ha preparado adecuadamente en cuestiones de responsabilidad, seriedad y rigor en la administración y gestión de recursos económicos, personales y materiales, para que luego venga de fuera el político de carnet, sin tener ni los más elementales conocimientos profesionales sobre administración y función pública, y se le atribuyen plenas facultades de dirección y mando sobre los funcionarios que son los auténticos especialistas en la materia; o que para colocar a otros políticos se les nombre asesores, gerentes, personal eventual, etc, por sus propios compañeros de partido, como sucede en las Delegaciones de Gobierno, Consejerías, Ayuntamientos, etc, pese a que tales organismos cuentan con funcionarios cualificados para el óptimo desempeño de tales funciones.
Y cuando tantos políticos caen en la tentación de lucrarse a costa del Erario Público, el pueblo rápidamente cree que toda la clase política es lo mismo y, por eso, luego pagan justos por pecadores; de manera que, o los políticos honrados barren a los que son corruptos, o el pueblo que está ya harto de tanto mangante, barrerá a todos los políticos en las urnas. Pero lo más lamentable es que esta serie de gravísimas irregularidades se están teniendo ya como algo normal a lo que debemos de acostumbrarnos. Y ocurre que hay políticos, altos cargos públicos, que llegan a la política convencidos de que su sólo nombramiento les da ya patente de corso para “forrarse”, para vaciar las arcas públicas y hacerse con el dinero. Es decir, llegan al cargo sin el menor resquicio de pudor y persuadidos en su ánimo de poder hacer todo cuanto quieran a su modo y semejanza; y, para conseguirlo, hacen todo lo inimaginable, como ha sucedido en los ERES de Andalucía, que se han creado instituciones paralelas para poder escapar a los controles, desoyendo los informes oficiales de funcionarios técnicos e interventores, retorciendo las normas, politizándolo todo para tener las manos libres y poder manipularlo todo, para luego gastarse parte del dinero amasado en drogas y prostíbulos. Y por el estilo hay que decir del caso Gunter y otros muchos. Así, la marca España, de la que tanto ahora se habla, anda ya por los suelos como las bayetas.
Nuestro país se desprestigia, Europa y el mundo desconfían de nosotros, hemos pasado en unos años de estar entre las diez primeras potencias económicas del mundo a salir corriendo camino de la cola. Parece como si España ya no importara o, mejor dicho, como si importara mucho tumbarla, y en ello buena parte de culpa la tienen también algunos países europeos que, persuadidos de nuestra debilidad, de que carecemos de políticos de talla y garra suficientes para defenderla con uñas y dientes, y viendo cómo a España la saquean los propios españoles, pues parece que se han tirado en picado a por nosotros por aquello de que “a río revuelto, ganancia de pescadores”. Y lo digo modestamente, pero con gran pena y enorme disgusto, al ver que por todas partes se nos cae en pedazos.
No se olvide que en la antigüedad los imperios más fuertes, terminaron cayendo debido a los grandes vicios, a la perversión y a la corrupción. Por eso, ya en la antigua Grecia, Platón no se cansaba de advertir que para que la democracia fuera fuerte, era imprescindible que en ella imperara la libertad y la justicia, y que sus dirigentes subordinaran la política a la moral. En su “República”, nos dejó dicho que, “el gobernante no está para atender a su propio bien, sino al bien de la comunidad”. En el Libro VIII, añade: “La riqueza almacenada destruye a los gobernantes, que empiezan por inventarse nuevos modos de ganar y gastar dinero, llegando a violentar las leyes”. Por su parte, Aristóteles también defendía con ahínco que “la política y la moral deben ir siempre unidas, y nunca separadas”. Y, entre los romanos, se hizo célebre aquel viejo aforismo latino de que “la mujer del César, no sólo debía ser honrada, sino también parecerlo”. Todavía hoy sobrevive en nuestros nuestro Código Civil aquel viejo axioma jurídico que de jóvenes aprendimos en el primer curso de la carrera, en Derecho Romano, que decía que las personas debemos ser responsables y administrar los bienes con el mismo juicio y responsabilidad que en su casa lo hace “un buen padre de familia”.
Pues ese, y no otro, se cree que debería ser el contexto ético y moral en el que debería enmarcarse la gestión y administración de los bienes públicos, que debería ser conferida a funcionarios de carrera independientes, conforme a principios de mérito y capacidad; porque encomendarla a cualquier cargo político, en base a la mera confianza de adhesión política al jefe de turno, con frecuencia suele degenerar, como a diario estamos viendo, en tantos y tan bochornosos casos de corrupción. Y en política, al menos desde el punto de vista legal y moral, no se puede entrar para servirse del cargo, sino que es a través del cargo como se debe venir a servir a los ciudadanos, que son los que otorgan el mandato y la representación en las urnas, pero que la confieren para que los políticos administren los bienes públicos mirando hasta el último céntimo de euro. Y son los ciudadanos los que también pagan a los políticos con los impuestos, tasas y contribuciones especiales que tributan, pero nunca para que los políticos cuya gestión se les delega se apropien de los fondos públicos que se les confían, sino para que miren hasta el último céntimo con la misma responsabilidad que como lo hace “un buen padre de familia”.