Sólo el amor a la humanidad puede inspirar la sociedad como un espacio adecuado para procurar la felicidad de sus integrantes. Esta es la piedra angular sobre la que se construyen todos los códigos morales presentes y futuros, incluidas todas las religiones. La pluralidad surge de las múltiples posibilidades de interpretar, aplicar y ordenar este concepto; pero su fuerza motriz original es indiscutible. No es posible convivir sin la existencia de unos vínculos afectivos mínimos que permitan vislumbrar, o intuir, anhelos comunes. Desgraciadamente, este sencillo axioma queda relegado con demasiada frecuencia en el orden de prioridades que practicamos, ocultado por los efectos de un modo de vida vertiginoso y decadente, dominado por el poder de la riqueza y sometido a la cultura de lo efímero. Decía uno de esos aforismos que circulan por las redes sociales: “El caos actual se debe a que las personas fueron concebidas para ser amadas y las cosas para ser utilizadas; y ahora, se aman las cosas y se utiliza a las personas”.
En consecuencia, el odio profesado hacia personas desconocidas, atendiendo a meros hechos circunstanciales, se revela como el más poderoso germen destructivo de la sociedad. Quienes pululan por la vida con el corazón ennegrecido por el odio, son agentes perturbadores que ponen en serio peligro la convivencia. Este espécimen está muy extendido en nuestra Ciudad. Son legión los que esconden sus perversos sentimientos tras una fachada de fingida bondad y pulcra educación. Incluso rezan con frecuencia y exhiben su hipocresía sin pudor. Repugnante. Este tipo de individuos debería ser expulsado de cualquier movimiento social que pretenda contribuir a construir una sociedad sana. Estos comportamientos no pueden ser una referencia en ningún caso. Deben ser considerados excrecencias del sistema, prescindibles y repudiables. Por esto motivo, resulta imperdonable que el PP, no sólo les dé cobijo en sus siglas, sino que además lideren las corrientes de opinión en su seno.
La reacción de amplios sectores del PP (es justo reconocer que no todos) ante la posibilidad de que las familias que tienen sus domicilios en viviendas fuera de ordenación urbanística puedan disfrutar de energía eléctrica, es de los hechos más indignantes y deprimentes que he padecido. No podré entender jamás qué puede pasar por la cabeza de las personas con las que mantengo relaciones habitualmente, para oponerse a que vecinos nuestros puedan disfrutar en sus casas de luz o electrodomésticos básicos. Todos sabemos (lo comprobamos con mucha frecuencia por los apagones) la adversidad que supone vivir sin energía eléctrica. Cómo podemos condenar a personas con las que convivimos (vecinos, compañeros de trabajo, compañeros de equipos deportivos, amigos, trabajadores que nos atienden o prestan servicios), a sufrir esta situación de por vida. No puedo entender cómo se puede acumular tanta maldad en un corazón tan pequeño.
Para justificar tan hiriente posición, alegan razones de tipo político, identificando la autorización para contratar el suministro de energía eléctrica con “futuros permisos de residencia”. Un absoluto dislate. No se puede mentir más. La legalidad urbanística no guarda relación alguna con el régimen aplicable a las nacionalidades o residencias. En esta situación se ven ciudadanos de nacionalidad española, de hace más de cuatro generaciones, rubios y con los ojos azules, que simplemente, se ven obligados a vivir en un lugar en el que el PGOU vigente (caducado hace trece años) no permite su legalización urbanística. Lo que se pide es tan poco… Si ustedes permiten que existan las viviendas, y permiten que las personas que en ellas residen trabajen en Ceuta, lleven a sus niños al colegio, consuman en los comercios y paguen sus impuestos; permitan también que cuando lleguen a su casa puedan encender la luz, ver la tele o enchufar un cargador.
Para este tipo de sujetos la maldad sólo tiene un límite: su propio interés. Lo que en traducción política significa la captación del voto. Cuando se trata de conseguir votos para mantenerse en el poder, vale todo. Incluso aquello que después rechazan con inusitada vehemencia. Es la ley de la doble moral que cumple rigurosamente el Gobierno del Partido Popular.