Un empresario venido a menos alquila su campito para las celebraciones de las comuniones de los niños y así saca algo con que sostener ese caprichito, que conlleva, según él, muchos gastos. Antes no era así y sólo sus hijos invitaban en las comuniones de los más pequeños o en los cumpleaños y se formaba la de Cristo con niños corriendo por doquier, el castillo hinchable hecho el peligro que es y la manduca, a ritmo de genética familiar, dentro.
Las cosas han cambiado y los que antes hacían chapuces y vivían como medio reyes, ahora van por ahí vegetando, riendo por no llorar. Por eso el campo, que el año pasado se prestó por primera vez para una comunión, ahora se alquila, convirtiéndose en llegadero de familias enteras, ataviados de domingo imperial, con niños gritones a desbandada y los primos, los cuñados, las hermanas y los muy amigos, yendo de un lado a otro, porque hay, a veces, en el mismo día, que se concentran hasta dos y hasta tres celebraciones.
Hace dos años nos tocó rendirnos a la evidencia de que no nos salvaríamos, que si queríamos seguir estando, deberíamos acudir a un evento de éstos y vimos con nuestros propios ojos como los niños se desbordaban, ríos fecundos de adrenalina, por todas partes, con madres atareadas, en su último retozón de juventud sobrevenida, con abuelas peripuestas y abuelos dadivosos, pegados a la barbacoa , que lo mismo despejaba un arroz paellero que unos secretos ibéricos. Pero eso era hace dos años, en los cuales la cosa ya iba mal, pero no tanto como ahora, donde ya han caído hasta los que se salvaban entonces y hacían estas experimentaciones sociales, para hartazgo digestivo de muchos. Este año, además, la Feria se acerca peligrosamente y, para más inri, hará mejor tiempo, porque las tetas del invierno se han secado y ya no dan más agua y se hará negocio, pero también se gastará, aunque no se tenga, que no hay como sacar cuello para que la corbata no te ahogue y subirte a unos tacones de vértigo para no sentir que te vas a caer, de culo, al suelo. Menos mal que siempre nos quedará el turismo, el sol y playa, el bocadillo de tortilla y las caballas asadas, que nos hacen olvidar, aunque estemos en chanclas, porque tenemos la costa al lado y vemos el repliegue de los que lo tienen aún mucho peor, aunque nuestras barbas ya estén afeitadas. Los trajes de la Feria se cambian y se reciclan, no ya entre hermanos, que no hay muchas familias que se atrevan a ser numerosas, sino entre amigos, vecinos o en los mercadillos, a puerta de acera, que vuelven a reflotarse en este país tan nuestro que no tiene habla inglesa, ni mentalidad europea y ve en un mercadillo una baratería y nunca una forma de hacer caja y quitarte cosas buenas, que ya no te sirven para nada encerradas.
Vivimos para la sociedad, porque nacemos de imperios societarios, de gente que se veían en sus escudos y en los filos de su espadas y que vivieron años y décadas y siglos en los museos cosechando polvo y empolvándonos la memoria, con tonterías, que no hay nada como una buena dictadura para hacernos creer a todos que somos Quijotes con pendones patrios, sin ponernos la jeta en nuestro sitio, para que no nos den una buena paliza. Ahora no hemos aprendido nada, sólo que sufrimos, trabajamos fuera y nos pagan una miseria, algo que deberíamos tener muy claro, viniendo de donde venimos, pero como la vida sigue, pues nos da igual y empezamos el día con el desayuno de churros y porras en la Comunión de Paquito y almorzamos en el de Laura, que se estira un poco más con paella y jamoncito. Ya por la tarde, bebemos media garrafona en la merendona de Carmelo y por la noche no nos sostenemos en pie, pero aún nos llega para poder perdernos en la Feria.
Somos felices con cualquier cosa y la ingesta y el alcohol borran la memoria, la ropa nueva nos disfraza y el lunes se disuelve en la inopia porque los niños están felices, sin importar lo que pase en Europa.