E n la conversación mantenida durante la comida a la que asistí el otro día surgió el tema de la corrupción política, tan en boga en la actualidad y que tanto daño puede ocasionar al sistema democrático. Uno de los comensales expuso cierta teoría que me hizo reflexionar. Según él, los españoles llevamos en los genes una tendencia innata a hacer trampas, y para demostrar su afirmación puso como ejemplo la actitud que se suele tomar cuando quien vende un producto o hace una reparación efectúa esa clásica pregunta acerca de si se quiere o no factura, lo que en la Península equivale a decir si se está o no se está dispuesto a pagar el IVA. La respuesta, por lo menos en un 99% de los casos, es que nada de facturas. Con ello, se beneficia el proveedor, que a efectos del IRPF no declara ese ingreso, y se beneficia el cliente, al ahorrarse el impuesto. Así, todos contentos y felices, sin tener en cuenta que hay una víctima inicial, el fisco, por cuanto pierde unos ingresos que legalmente le corresponden, y con ello, en definitiva, todos los ciudadanos, porque la constante repetición de ese pequeño fraude significa, a la larga, que el Estado no llegue a disponer de los medios necesarios para atender debidamente los servicios públicos, lo que va en detrimento del deseado estado de bienestar.
El español se queja amargamente de los recortes. Recortes en sanidad, en educación, en pagas, en derechos laborales, acompañados, además, de subidas de impuestos. Cierto es que existe una deuda que hay que reducir, pero habría que hacerse una pregunta: ¿serían necesarios tantos sacrificios si todos pagásemos religiosamente a Hacienda? Porque son miles de millones de euros los que, de un modo u otro, se defraudan, con el consiguiente perjuicio para toda la sociedad.
Volviendo al tema concreto de la corrupción, pero al hilo de la anterior teoría, recordé una anécdota sucedida en los comienzos de la presente etapa democrática, en la Barriada de Juan Carlos I. En plena campaña electoral, allá fuimos a repartir propaganda de la UCD –el partido de Suárez- y a charlar con los vecinos. En esas estábamos cuando se nos acercó una señora y nos espetó que ella iba a votar a un partido de izquierdas, “porque para que roben otros, que roben los míos”. Se suponía ya, como algo seguro e inevitable, que quienes ganasen iban a “trincar”, como ahora se dice. Al responderle que los nuestros no eran así, tanto la señora en cuestión como el resto de vecinos que nos rodeaban sonrieron irónicamente, moviendo las cabezas en señal de escepticismo.
Tal como sucedió aquello, resultaba claro que esa idea está profundamente arraigada en la mente del pueblo. Pero la realidad no es así. He sido durante diez años Concejal y Teniente de Alcalde del Ayuntamiento de Ceuta, cuatro más Diputado de la Asamblea de la Ciudad Autónoma, otros cuatro Diputado al Congreso y siete más Senador. En total, veinticinco años ejerciendo cargos públicos. Durante ese tiempo, solamente una vez intentaron tentarme, hace más de medio siglo, siendo Teniente de Alcalde de Hacienda, y quien lo hizo salió trasquilado. Pero, además, tuve ocasión de tratar a muchas otras personas dedicadas a la política, y me consta que la mayoría de ellas actuaban con honradez y rectitud, trabajando desde sus diversas ideologías por el bien de su ciudad o de la Nación.
Frente a la corriente imperante, a cuyo tenor “todos son unos chorizos”, opino que no es ni justo ni bueno para España que se generalice respecto a la corrupción de la llamada clase política del modo en que se viene haciendo. Es un camino equivocado que nos podría conducir al caos.
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P.S.- Esta colaboración se escribió y se tituló durante la mañana del pasado viernes. Varias horas más tarde, en declaraciones realizadas en Chile por Mariano Rajoy, éste manifestó que la mayoría de los políticos son eficaces y honrados, añadiendo: “Nunca voy a aceptar que se generalicen conductas, simplemente porque es la mayor de las injusticias”. Curiosa coincidencia con los dos párrafos finales y con el título o, quizás mejor, lógica coincidencia.