Cuando avanzamos en las horas... Cuando las hojas del calendario, cual la hojarasca del otoño, cae irremediable de las ramas de los árboles caducos, y la brisa otoñal las eleva y las arremolina hacia otras distancias lejanas, nosotros, aquellos que ya avanzamos hacia el punto omega de nuestra existencia, anhelamos sentirnos de un lugar y un tiempo determinado… ¿Cuál es el misterio que se cierne sobre nosotros, para qué, cuándo llega la andadura al recodo exacto del camino que hemos de andar, se despierte en nuestro interior el deseo ineludible de regresar a nuestros orígenes primigenios…?
¿Puede ser el deseo de columbrar el mar intensamente azul del Estrecho? ¿Quizás el suave resplandor que colorea de verde los montes del Renegado y del Mirador de García Aldave y Anyera…? ¿Tal vez, los destellos plateados del Faro de punta Almina que, en la noche obscura, señalará a los buques, los peligros de acercarse a sus elevados acantilados que caen a pico hasta despeñarse entre las blancas espumas de la resaca… ¿Acaso el blancor de las edificaciones que se yerguen ausentes sobre las primitivas siete colinas de nuestra ciudad… Ó los pinos que bordean y se encumbran en el Hacho, para luego servir al amor con helechos, zarzas y jarales, camino de la ermita de San Antonio. O, por decir lo que quedó guardado en nuestras almas viajeras, y ahora se allega como una cigüeña peregrina, nos recuerda que hemos de volver para tejer lo que destejimos en nuestras horas de ausencias…
Mil veces mil, se me ha venido a la memoria las imágenes de las golondrinas girando alrededor de las gigantescas araucarias de la plaza de África, y luego después de girar y girar, cual tiovivo de estelas celestes, aposentarse y reposar en las anidadas construidas -con barro y paja- debajo de las balconadas del Ayuntamiento. Y mil veces mil, como esas golondrinas, he deseado girar en torno a esas araucarias –esbeltas como mástiles de bajeles antiguos-, para más tarde tomar asiento en los escalones del Consistorio –tal como de pequeños allí nos recogíamos a la caída de la tarde, y contábamos historias de aparecidos- y, cerrando los ojos, adivinar que el viaje a concluido al punto donde largó las amarras; pues ha retornado donde lo inició, que, al cabo, apuntamos: “Que todo lo que parte, algún que otro día, ha de volver”…
Hemos de significar que la vida transcurre sin descanso, sin una pausa que la detenga un instante, para luego retomarla de nuevo… Todo en ella es transcurrir, movimiento, carrera, deseo, metas, prisa, intrascendencia… ¡Oh!, verdaderamente la vida es intrascendencia de las cosas deseadas, que nunca se han de alcanzar; y, sin embargo, nunca nos aprestamos a sosegarnos con la palabra que nace desnuda en nuestro corazón y, no nos damos cuenta, que esa palabra desnuda, es quizás lo que nos identifique y nos referencie nuestra señas de identidad…
Cuando avanzamos en las horas... Cuando las hojas del calendario caen en nosotros como piedras cargadas de años, aquellos que hemos permanecidos ausentes, comprendemos que si hemos sido viajeros, no fue nuestra la decisión, que el destino de nuestros actos ya se encontraban escritos desde antes de nacer en nuestras conciencias, y la decisión de partir sólo era cuestión de que se dieran las circunstancias favorables para ello… Nada se da por causalidad, todo se devenga al atento y circunspecto plan que los Dioses han urdido para tu existencia. Nada es en vano, todo se acomete a la reflexión atenta de Aquellos que tienen la responsabilidad de tejer la urdimbre que prende, como un reloj de maquinaría perfecta, en el devenir preestablecido, guardado, escrito, en los astros que giran indelebles, eternos, en la soledad única del cosmos…
Las cigüeñas vuelven a sus campanarios; las golondrinas, las eternas golondrinas de siempre, giran y giran alrededor de las agigantadas araucarias de la plaza de África; y nosotros, ciñéndonos a esos mismos giros, a ese mismo tiovivo de vueltas y más vueltas, volamos con ellas a nuestros orígenes, al punto donde nos dieron un nombre, un lugar y una horas… Nosotros, en los soñolientos atardeceres del Poniente, viajamos, enamorados y ausentes, a las colinas malvas, soñadas, de Ceuta…