Hoy, Domingo de Ramos. Sin pasión y con voluntad de ser objetivo, creo que Ceuta puede sentirse orgullosa de su Semana Santa. La tradición nos viene de siglos. No es esta la tribuna para ahondar en su dilatada historia. Si en algo sorprendemos a nuestros visitantes y a quienes se acercan a ella por primera vez o a través de cualquier audiovisual, es cuando descubren lo extraordinario de su riqueza patrimonial, artística y espiritual en una ciudad como la nuestra.
Pienso que habría que clasificar como casi de un auténtico milagro el mérito que supone la existencia de esas catorce hermandades penitenciales, plenas de vida y actividad, con sus veinticuatro pasos en la calle. Un palmarés que coloca a nuestra Semana Santa a la altura de las mejores de Andalucía con su al más puro estilo de la escuela sevillana.
Hay que partir de una premisa. El día 1º de enero habían empadronadas en nuestra ciudad 82.159 personas. No dispongo de cifras, pero quiero pensar que, de ellas perfectamente la mitad si no me quedo corto, son las que potencialmente pueden sentirse vinculadas con estas manifestaciones, bien desde el lado artístico o del religioso. El resto es obvio que por razones de religión o cultura no se sientan identificados con la celebración.
Difícilmente una ciudad de 35.000 habitantes o un poco más, pueda ofrecer algo similar. Ese es el milagro. Porque Ceuta no es ya la de hace medio siglo, cuando la composición poblacional era infinitamente más homogénea, propiciando el mantenimiento y el alza de las cofradías y de su patrimonio. Resultaría complicado imaginar para quien no lo vivió, lo que era esta ciudad por entonces, especialmente un Jueves o un Viernes Santo, cuando la calle era un hervidero de personas no sólo de aquí sino de los españoles residentes en el vecino país. Más o menos como puedan serlo en estos días Málaga o Sevilla.
Con otra particularidad. Para bien o para mal, casi todas las hermandades contaban con el patrocinio, cuando no la titularidad, de los distintos cuerpos y armas de la guarnición. No ya sólo en lo económico e institucional sino con sus propias bandas de música. Bandas que, ahora civiles, precisamos traer de fuera al ser insuficientes las locales. Por supuesto que hay que quedarse con la realidad de la Semana Santa actual, por lo que supone la maravillosa realidad de su propia y genuina identidad. Esa si que es la nuestra, aunque no es menos cierto que sin su pasado y su sustrato anterior, posiblemente tampoco hoy no sería la que es.
Pero hay algo más. Si ponemos la vista veinticinco años atrás, no es menos cierto que la Semana Mayor ceutí languidecía con las lógicas incertidumbres que ello levantaba. Ya dedico un par de páginas a este respecto en el suplemento especial de Semana Santa, por lo que no voy a incidir en ello.
El relevo generacional que con el arranque de la década de los noventa fue produciéndose en el Consejo de Hermandades y en muchas cofradías, resultó decisivo. Como providencial ha sido también la labor de quienes con una enorme vocación, sacrificio y abnegación han venido sucediéndoles.
Es justo resaltar pues en toda su dimensión la brillantez del quehacer de quienes están al frente del Consejo o de las distintas hermandades. Mientras prosigan en la línea actual, nuestra Semana Santa no sólo continuará siendo admirable para propios y extraños sino que podrá seguir superándose así misma. Si algún día se repitiera el conformismo y la desidia, que Dios nos coja confesados nunca mejor dicho. Es importantísimo también, qué duda cabe, el apoyo de la Ciudad Autónoma, pero de nada serviría sin el soporte de ese equipo de ejemplares cofrades que hacen posible que cada año nuestros pasos estén puntualmente en la calle.1
No ha podido comenzar mejor la Semana Mayor. El Auditorio, como era de esperar, se convirtió en su mejor escaparate de presentación y reclamo. No es lo mismo el marco de la Catedral para los conciertos penitenciales o para el pregón que el flamante conjunto escénico del Rebellín sobre el que seguiré insistiendo, como mi estimado Manolo Merlo, que nunca será un teatro, teatro, sino efectivamente eso, un magnífico auditorio.
El que reclamaba el pórtico de nuestra Semana Santa. Para los conciertos penitenciales y para el pregón. Así lo refrendó el público con su masiva asistencia. Precioso y emotivo, por cierto, el pregonero, Francisco Hernández, con el broche de oro de la entrega, a la salida, de un librito con su texto a los asistentes. Felicidades para todos. Con las hermandades a partir de hoy ya en la calle, ahora viene lo mejor.