Socialmente la línea que separa los más lúcidos honores de las más cruentas condenas la marca las principales apetencias de las masas y, en segunda instancia, las minorías por cuya importante reputación en el tema consiguen influenciar al resto en mayor o menor medida. El ocio, como elemento clave de la sociedad, es quizá el más afectado por esta división de dudosa justicia.
Es relativamente sorprendente que hoy en día la literatura comercial sea tomada como una fuente de ocio constructiva, pese a que sus contenidos son planos y su valor cultural nulo, puesto que se trata de una literatura basada en un argumento cuyo objetivo principal no es nutrir al público sino lograr altos rendimientos económicos a través de una férrea atracción. Justo en el lado opuesto está la famosa telebasura que se cultiva con especial dedicación en este país.
Y digo que se cultiva con especial dedicación porque, pese a todos los enemigos que supuestamente cuenta en su haber, tiene una base de adeptos que la mantiene y permite su desarrollo a través de diferentes ramas. Sin embargo esta última, con un objetivo económico y de ocio idéntico al de la literatura comercial, es maltratada hasta puntos excesivos, considerada como una lacra a erradicar y uno de los puntos que justifican el fracaso cultural de este país. Estas dos fuentes de ocio similares, creadas para reportar grandes beneficios económicos y que desde la objetividad deberían compartir el mismo desagrado o la misma aceptación, reflejan perfectamente el mecanismo de honores y condenas de la sociedad.
En el interior de dichas fuentes existen, por supuesto, distintas maneras de enfocar el producto, en muchas ocasiones a través de la polémica, o bien mediante la innovación –en apariencia– de una estructura manida tras el velo con el que es cubierta.
Así pues, tan agresivo puede llegar a ser este tipo de televisión para la cultura del sector, como la literatura comercial para el bagaje cultural literario, porque ambos se regocijan en numerosas ocasiones en el desprecio hacia el estilo, el contenido y el resto de dimensiones que han dado una fertilidad espectacular en sendos terrenos, llegando a través de ella los momentos más lúcidos de cada paraje. La cuestión no se limita a quedarse ahí sino que, para culminar el ridículo, los hay quienes blanden su afición por las insustanciales obras de la literatura comercial y, en el otro lado, los que ocultan con cierta habilidad el seguir o dejar de seguir a la célebre casta televisiva de la que hablamos.
Ahora mismo no sabría definir mi opinión acerca de qué me impacta más, si ver a los que alardean de ser ávidos lectores de libros escritos para las grandes mayorías y, por ende, hechos a medida para que puedan ser leídos por idiotas, o a una especialidad de televisión sin más pretensiones que las que pone en evidencia, en contraposición de la ilusoria elocuencia de todos aquellos. Desde luego, lejos de lo que muchas veces nos quieren hacer creer –tal vez en búsqueda de una explicación para el derrame internacional– el mundo no está así ni por lo primero, ni por lo segundo. La cultura, sin desmerecerla, no deja de ser la cultura.