La festividad autonómica comenzó ayer desde muy temprano, alrededor de las nueve y media de la mañana prolongándose pasadas las diez y media, casi las once. Los vecinos de la Marina, concretamente del Patio Páramo, calle Linares y colindantes, desenrollaban las persianas para asomarse a sus balcones, todavía con los cabellos alborotados y esa huella que deja en el rostro un repentino despertar.
Por las aceras un numeroso grupo de inmigrantes desplegaban contra el suelo sus rulos de cartón produciendo un sordo, sonoro, desagradable y adjetivos varios, sonido. Un eco que se desplazaba entre callejones acompañados de pitos, silbidos y palmas.
Custodiados de un par de vehículos policiales y unos agentes a pie, la algarabía del grupo que según parece ya están “censados” por la autoridad gubernativa, dio un par de veces la vuelta a la manzana trasladando así sus quejas desde el centro más céntrico de la ciudad a otras zonas de esta nuestra siempre noble y leal y fidelísima Ceuta.
Así comenzó la festividad y así seguirá si nada lo impide. Porque esta protesta que tiene tintes de performance donde el mobiliario urbano desempeña un papel fundamental, como nuestras calles y plazas en hora punta, viene siendo una constante. El resultado no es otro que fuentes sin agua para evitar los sofocos del verano y algún que otro desnudo a la vista de todos, caras pintadas y camisetas cortadas, cuerpos tendidos en el suelo de la Gran Vía. Niños privados de sus lugares habituales de juego y rutas desviadas para no cruzarse con este grupo cada vez más compacto. Un grupo que pide excusas a través de pancartas perfectamente legibles con letra mayúscula, con el mismo tamaño que solicitan ayuda, amparo, derechos, términos varios.
Desviar la trayectoria rutinaria no es un efecto repulsivo, porque aquí entramos en terreno pantanoso. A estas alturas que un ceutí hable de españolidad o convivencia no tiene ningún sentido. Hay cosas que tenemos muy superadas, probablemente no podamos presumir de otras muchas, pero de esto sí, sin lugar a dudas. Otros, los que todo lo saben, no tienen la misma suerte. Regresando al itinerario de todos los días, derivar hacia otro sentido, acera o calle, es el resultado de contemplar con desconfianza esta protesta que mantienen setenta y cuatro subsaharianos cada vez más agotados y desesperados.
Es lícito tomar nuestras calles de esta manera. Es lícita esta forma de protesta. Es conveniente mantener con ellos una actitud de hastío suponiendo que ya se cansaran de dar gritos y cartonazos. Porque aunque la vía administrativa siga un curso legal, la vía ciudadana está indignada, avergonzada y asombrada. Desde la delegación del Gobierno se debería definir con más exactitud que consideran como alteración del orden e intimidación al ciudadano. Sobre todo para quejarnos con fundamento.
No hace mucho nos rajamos las vestiduras por un grupo de personas que solicitaban salir de la cola del paro.
Sus continuos cortes de tráfico y el incansable bombo calle arriba calle abajo consiguieron desestabilizarlos y sin entrar tampoco en trasfondos de orden político un buen día simplemente ya no estaban. Ocurrirá lo mismo de nuevo o estamos ante una situación más delicada de lo que parece. Si a golpe de cartón no lograrán entrar en la península, a golpe de qué no debemos permitir que haya personas mendigando la identidad por nuestras calles.
Ahora que el patrimonio cultural ha lucido bonito y espléndido en este primero de Septiembre lleno de simbología, mis reflexiones vuelven a trasladarse irremediablemente a otros tiempos en los que el patrimonio no era más que un conjunto monumental de piedras cobijo de hombres, mujeres y niños sin tierra.
Que inteligente es nuestro refranero español. Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.