Esta mañana, cuando salía dispuesto a dar mi paseata urbana, me encuentro en el rellano de la escalera con Ángel, mi vecino del tercero, que, tras el habitual saludo, me cuenta la desagradable experiencia vivida ayer, en este mismo lugar. Cuando regresaba del Mercado con las dos manos ocupadas son sendas bolsas, y aprovechando su entrada en el edificio, lo hizo también un individuo bien portado, quien tras una comedieta bien ensayada consiguió arrebatarle la cartera conteniendo 700 euros que acababa de extraer de un Cajero Automático. Ángel ha presentado denuncia, repasado los archivos fotográficos de la policía y llorado indignado, pues esa cantidad de dinero, para un modesto jubilado “de larga duración”, es un golpe difícil de asimilar. Me temo que de poco le van a servir las diligencias iniciadas.
Durante el paseo no puedo abstraerme de reflexionar sobre la peripecia de mi vecino que, al final, tuvo suerte; pues –recuerdo- que hace bastantes años, en ese mismo sitio y prácticamente a la misma hora, mi madre, septuagenaria, también fue seguida, en este caso por una mujer que le tiró del bolso, arrastrándola por la escalera y ocasionándole una rotura de cadera de la que apenas pudo recuperarse tras varios meses de postración. La reiteración del hecho pudiera hacer pensar que “cualquier tiempo pasado, no fue mejor”, o que “la historia se repite”. Lo que es cierto.
Coincide este atropello con la divulgación de una serie de consejos que la Policía traslada a los ciudadanos a través de los medios de comunicación, para que tomen determinadas precauciones ante el aumento de la delincuencia “propia de la estación veraniega”… y –pienso yo- de la extensión de los efectos de la crisis económica (en el Faro de ayer se habla del reingreso en prisión de un 10% de expresos rehabilitados, por esa causa) cautelas que debemos extremar los ancianos, notablemente mermados de recursos físicos y psíquicos para enfrentarnos con situaciones extremas en las que puede estar en peligro nuestra integridad física. Hizo bien Ángel, -que en un principio pensó que el tipo que le abordó era un vecino-, en no plantar cara al “listillo” de turno.
¿Un vecino?... Sí. En nuestra Comunidad sólo nos conocemos los pocos comuneros veteranos sobrevivientes. Con frecuencia inusitada van cambiando los inquilinos, generalmente obreros, funcionarios o estudiantes –nunca familias estables- que entran y salen a su aire y en la medida que lo requieren sus necesidades, de ahí que sea difícil identificar la identidad de aquellos con los que se topa uno en la escalera. Lo grave del asunto es que, durante las últimas décadas, el aparataje electrónico que ha invadido nuestros hogares, parece haber bloqueado también las puertas de nuestros domicilios (“Cada uno en su casa y Dios en la de todos”), de forma que la entrañable y vieja relación de vecindad se ha ido perdiendo lenta e inexorablemente, hasta convertirse en un añorado recuerdo para quienes tuvimos la suerte de vivirla; lo que, de alguna manera, ayuda, también, a instalarnos en el aislamiento y en el miedo..
Un miedo que de alguna manera también afecta al resto de la sociedad, pues hasta los jóvenes e incluso los niños, sufren los efectos de la extorsión, el robo y la violencia, en las calles, los colegios y los lugares de diversión; lo que da lugar a una constante demanda de seguridad por parte de la ciudadanía, lo que tiene un costo no asimilable por el Gobierno, que según acabo de leer en la prensa, reduce de 2.500 a 300 el número de plazas para ingresar en la Guardia Civil. Y es que el costo del miedo, se dispara.