Pronto le tocará el turno al sistema de pensiones y al sanitario. Ocurre siempre que hay algún tipo de crisis económica. Pero lo más llamativo de esta situación es que viene acompañada de una virulenta campaña de ataques indiscriminados contra los sindicatos y los sindicalistas. El objetivo es debilitar la posición sindical, para así tener el campo libre ante futuras reformas del sistema de protección social europeo.
Esta estrategia no es nueva. La emplearon con cierto éxito Ronald Reagan y Margaret Thatcher en los años 80. Precisamente de aquél calentón de liberalismo salvaje vienen ahora las consecuencias de una crisis financiera sin precedentes, provocada por aquellos especuladores a los que se les permitió hacer todo tipo de operaciones sin, prácticamente, ningún tipo de control legal. Esto es, hasta cierto punto, normal. Lo que ocurre es que las cosas hay que explicarlas en términos históricos.
El sindicalismo tal y como se conoce en la actualidad, deriva de la llamada Revolución Industrial. En España, los dos sindicatos mayoritarios históricos han sido la Unión General de Trabajadores (UGT), de tendencia socialdemócrata, y la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), de tendencia anarcosindicalista. El primero siempre estaba más pegado al Poder, sobre todo si el partido gobernante era el Partido Socialista. El segundo no obedecía consignas de nadie (aunque algunos dijeran que seguía las directrices de la Federación Anarquista Ibérica). El tipo de sindicalismo de la UGT era de consenso y acuerdo. El de la CNT, de acción directa y de confrontación (aunque también llegaran a acuerdos), pues pensaban, y piensan, que el capitalismo había que combatirlo hasta su extinción.
Sin embargo, la larga "travesía del desierto" que tuvo que hacer la izquierda española durante cuarenta años, a consecuencia del Golpe de Estado, trastocó todos los esquemas. La transición política a la democracia, para algunos inacabada, ha sido la que ha propiciado el actual modelo sindical español, con el consenso de la mayoría de fuerzas políticas. En aquellos momentos ya existía una nueva fuerza sindical, Comisiones Obreras (CCOO), impulsada en sus orígenes por el Partido Comunista de España. La UGT y la CNT, entonces estaban bajo mínimos, si se les compara con las cifras de afiliación que tenían en 1936 (un millón en la UGT y dos millones en la CNT).
El debate se situó en torno al sistema de representatividad sindical. Si se optaba por el modelo de afiliación, el problema era que recobraran fuerza algunos sindicatos minoritarios (antes mayoritarios) y que la negociación colectiva se hiciera ingobernable. Si se elegía el sistema de representatividad unitaria, es decir, el de elecciones sindicales, se fomentaría la consolidación del sistema mayoritario de representación sindical (UGT, CCOO y nacionalistas), lo que facilitaría la negociación y, por tanto, el acuerdo. Esto a su vez conllevaría la "paz social". Así se ha funcionado durante treinta años. Pero este sistema suponía unos costes económicos, traducidos en subvenciones, horas sindicales y liberados. Igual que ocurre con los Partidos Políticos.
El problema es que, tras estos treinta años, y una vez hecha la transición, ahora vienen las rebajas. Ya no interesa este sistema. Ahora lo que algunos quieren es que los sindicatos no tengan poder alguno. Que no tengan capacidad de influencia en el devenir de la política económica. Por eso los ataques furibundos al sindicalismo. El objetivo es anular su poder de influencia y emprender el camino hacia la regulación individual (civil) de las relaciones laborales de los trabajadores. En esta situación, el trabajador individual no tiene nada que hacer frente al poder económico de los empresarios. Es lo que buscan.
Claro, esto tiene un riesgo. Que algunos trabajadores se cabreen y decidan fomentar un modelo sindical más radical y de confrontación, que es el que ha existido en España casi siempre. Si se llega a esta situación, tan legítima como la actual, habrán dado al traste con el acuerdo de la transición. Sus resultados podrán ser peores o mejores. Está por ver. Pero de lo que no hay duda es de que los niveles de conflictividad subirán considerablemente. Como ocurre, en parte, en Ceuta, en donde no es posible el pacto sindical general por la pertinaz postura de la Delegación del Gobierno y de la Ciudad Autónoma.
Si esto es lo que se quiere, adelante con los faroles. Pero entonces hablemos también de subvenciones a la Iglesia Católica, a los partidos políticos y a las empresas. Y también analicemos los sueldos de los parlamentarios, o de los Alcaldes. Si esto se hace, veremos que los sindicatos son como las "hermanitas de los pobres", ante tanto despilfarro.