La constitución de una fundación pública para conmemorar el sexto centenario de la conquista portuguesa de Ceuta ha levantado una polémica que pensamos merece una reflexión. No cabe duda que la identidad cultural es un asunto que raramente ocupa un espacio visible en el debate político o ciudadano, aunque siempre permanece latente en el pensamiento colectivo. En una ciudad como la nuestra, en la que conviven personas con tradiciones culturales distintas, resulta difícil generar una identidad asumida de manera colectiva. Como ya hemos comentado en anteriores ocasiones en las que hemos abordado este delicado tema, existe una clara tendencia a apropiarnos de modo selectivo las evidencias del pasado que nos rodean, en forma de vestigios o hechos históricos. Cuando esto sucede, cuando hablamos de apropiación o pertenencia del patrimonio, corremos el riesgo de sentirnos con más derechos que otros para poseerlo, por sentirlo más cercano a nuestras creencias religiosas o a nuestra etnia. Siguiendo este camino abrimos la puerta a la manipulación política del patrimonio y de la historia. Lamentablemente, muchos han buscado y siguen buscando la legitimación de su poder en el pasado, apoyando sus tesis en la presencia de determinados bienes culturales materiales o acontecimientos del pasado.
La conmemoración de un hecho histórico, como la toma portuguesa de Ceuta en 1415, no tendría porque ser motivo de discusión política. Nadie duda de la veracidad del acontecimiento, ni tampoco de las importantes consecuencias en el devenir histórico de nuestra ciudad. El problema comienza cuando construimos un discurso interpretativo, a la fuerza subjetivo, sobre las causas, los protagonistas y las consecuencias de la conquista lusitana de este territorio norteafricano. Si recurrimos a los estudios históricos que se han centrado en su estudio, en la mayoría de los casos encontraremos una aproximación realizada por historiadores que denotan una alta capacidad de analizar el pasado, pero una escasa disposición a analizar su consecuencia en el presente y mucho menos para adelantarse al futuro. En la recientemente editada “Historia de Ceuta”, salvo honrosas excepciones como el capítulo de Antonio Carmona Portillo, no encontraremos este indispensable esfuerzo de enlazar pasado, presente y futuro, reconociendo su profunda interrelación, tal y como demostró Bergson en sus trabajos filosóficos. Se trata, desde nuestro punto de vista, de una historia en la que prima la asepsia ideológica y lo políticamente correcto. Muy lejos de planteamiento como el de Tzevan Todorov, para quien comprender el pensamiento de ayer permite cambiar el pensamiento de hoy, que a su vez influye en los actos por venir. O como manifestó Lewis Mumford, “si no tenemos tiempo para comprender el pasado no tendremos la visión para dominar el mundo; porque el pasado no nos deja nunca y el futuro está a las puertas”.
Volviendo al tema que nos ocupa, la idea que puede hacerse de la conquista portuguesa de Ceuta dependerá del historiador al que se acuda. Muy distinta será la visión obtenida si se leen algunos autores locales, o si se opta por la lectura de la obra de Fernández Armesto “Los conquistadores del horizonte” (Editorial Destino, 2006). En esta última se desmonta el mito montado en torno a la figura de Enrique el Navegante y las motivaciones religiosas o “civilizadoras” de la corona lusitana para la toma de Ceuta y su expansión por el norte de África. Aquí descubrirán una imagen poco conocida de un mediocre y supersticioso Enrique el Navegante, poco “marinero”, y más bien ávido de prestigio, poder y riqueza, sobre todo del oro subsahariano, su verdadera obsesión y el motivo principal de su cruzada. De igual modo, se obtendrá un punto vista radicalmente opuesto si lee la crónica de la conquista de Ceuta que nos ha legado el portugués Gomes de Zurara, que si se detienen en la lectura de la descripción de Ceuta en el momento de la entrada de los portugueses en la ciudad que nos ha dejado al-Ansari. Entre el tono exultante de uno y los lamentos del otro podremos entender la diferencia que existe entre vencedores y vencidos. Mientras que, para los portugueses se trató de una empresa política y económica, para los habitantes de Ceuta ese momento supuso la pérdida de sus casas y la expulsión de la que con todo derecho consideraban su tierra.
Nada tendríamos que objetar si ambas visiones estuvieran presentes en la mente de los impulsores y organizadores de los actos que se prevén para conmemorar la entrada de los portugueses en Ceuta, en el sentido de hacer memoria, y por tanto distinto al concepto de celebración. En la historia de la humanidad se han dado pocos hechos dignos de celebrarse, como la derrota del nazismo o el fin de la dictadura franquista, y muchos otros que merecen ser conmemorados para evitar que caigan en el olvido y puedan servirnos de lección en nuestro propósito de promover la civilización.
Las múltiples lecturas que se pueden hacer de un acontecimiento histórico nos obligan a ser prudentes en su tratamiento institucional o político. La primera muestra de prudencia en el uso de la historia consiste en ser comedidos en su tratamiento público. Una cosa muy distinta es organizar un programa de actividades culturales para estudiar y difundir un hecho histórico y otra convertirla en un acto de exaltación patriótica, con tintes ideológicos y religiosos, aunque no reconocidos de manera explicita. Esta misma prudencia tiene que manejarse a la hora de utilizar ciertos conceptos como el de “modernidad”, relacionándola con cierta tradición cultural, frente a la idea de barbarie que con cierta facilidad atribuimos a otras.
Además de la prudencia, otra cualidad necesaria en el uso de la historia es la oportunidad. En términos generales, el bien no consiste sólo en la correcta cantidad en el orden correcto: sino que también debe ser puesto en acción en el momento y lugar adecuados. Fuera de lugar o inoportuno, las virtudes son a menudo tanto un obstáculo para el desarrollo humano como un verdadero mal. Por ello, al error de llevar a cabo la conmemoración de un hecho histórico con demasiado énfasis y dándole un puesto incorrecto en el análisis global de la historia de Ceuta, puede añadirse, en el caso que nos ocupa, su falta de oportunidad. Somos de la opinión de que nuestro sentido de la identidad colectiva es aún demasiado débil para soportar innecesarios manejos políticos del pasado histórico.
Seria del todo ingenuo por nuestra parte si pensáramos que no existe algún tiempo de intencionalidad ideológica en la idea de conmemorar la conquista portuguesa de Ceuta, por lo que entendemos, -hasta cierto punto-, que algunos miembros del partido UDCE hayan expresado, por motivos igualmente ideológicos, su opinión contraria a la creación de una fundación que se encargue de estos fastos. Hemos introducido el matiz de “hasta cierto punto”, ya que consideramos tan erróneo que algunos puedan sentirse más próximos a los conquistadores lusitanos, por su condición de cristianos, como que otros puedan advertir un sentimiento de cercanía con los expulsados de Ceuta en 1415, por ser musulmanes.
Nada tenemos que ver los ceutíes de la actualidad con Enrique el Navegante, Vasco de Ataide, o al -Ansari. Todos estos personajes forman parte de la historia de una ciudad que no pertenece a ninguna cultura o civilización de manera exclusiva, y menos en una localidad que ha sido poblada con multitud de pueblos distintos (fenicios, romanos, bizantinos, árabes, portugueses, españoles, etc….). Todas han dejado su impronta en esta ciudad, basta con observar el importante patrimonio histórico que atesoramos. Los ceutíes, no podemos cambiar el pasado porque está escrito con caracteres indelebles. Sin embargo, tenemos la oportunidad de trabajar por un futuro distinto, en el que todos tengamos cabida, en el que se valore con la misma intensidad las tradiciones y costumbres de cada comunidad, en la que superemos los recelos que impide una verdadera convivencia en Ceuta. A nuestro alcance está reafirmar los bienes de nuestro pasado que nos servirán de base para los bienes del futuro que nos quedan todavía por crear. Yendo aún más allá, pensamos que nuestra obligación moral como especie es ser inteligentes, así como tenemos una obligación intelectual para impulsar nuestro propio desarrollo moral y ético. Apelando a esta inteligencia reclamamos a nuestros políticos amplitud de miras y responsabilidad para que nuestro pasado sea una oportunidad para un futuro próspero y no un motivo de controversia y disputa.