Si bien el uso del velo tiene un origen bíblico muy antiguo, para el cristianismo resultó básica la Epístola de San Pablo a los Corintios (1,11,5) en la que pedía a las mujeres que se cubrieran la cabeza en los lugares sagrados, así como en oración, y no por costumbre, sino por respeto.
Recuerdo que, siendo yo un crío, cuando salíamos para ir a Misa, tanto mi madre como mi hermana llevaban su velo, y si en alguna ocasión lo olvidaban, volvían corriendo a casa para recogerlo. Después, ya en la juventud, mi novia –la que desde hace casi medio siglo es mi mujer- iba con el velo a la iglesia, y siguió haciéndolo durante varios años una vez casada. En aquella época, y desde siempre, los velos fueron algo indispensable, de tal modo que todas cuantas asistían a Misa se cubrían con ellos. Claro es que también tenían que ir púdicamente vestidas, y siempre, incluso en verano, con mangas largas.
Dichos velos eran, generalmente, bonitas piezas negras de chantilly, de tul o de blonda, como la que aparece en la fotografía que ilustra esta colaboración. Realmente, resultaban meros símbolos del respeto señalado por San Pablo, porque la verdad es que no ocultaban nada, al menos en su última época.
Frente a lo que muchos piensan, el Concilio Vaticano II (1962-1965) –el del “aggiornamento”- no aludió en ningún caso al uso del velo, pero poco a poco, tras su celebración, se fue prescindiendo de él. La antigua ley canónica prescribía de forma expresa que las mujeres debían llevar velo durante la Misa., pero en el Código promulgado por la Santa Sede en enero de 1983 ya no se hace mención alguna a dicho precepto, de tal forma que el velo ha quedado “como una venerable tradición no obligatoria” –según afirman expertos en la cuestión- siendo ya muy contadas excepciones las mujeres católicas que lo usan.
El respeto a que aludía San Pablo iba referido a Dios, y no al hombre. Así lo demuestra el hecho de que el Apóstol, como antes se dijo, pedía el uso del velo en los lugares sagrados y durante la oración, es decir, en las ocasiones en que la mujer estaba en la casa del Señor, el templo, u oraba dirigiéndose a Él. Veneración al Creador, nunca sumisión a parte de lo creado.
Han cambiado las costumbres, y la Iglesia Católica ha sabido ir adaptándose a los nuevos tiempos, pero sin ceder jamás en lo fundamental. El Credo sigue siendo el Credo, permanecen el respeto por la vida desde su concepción, la indisolubilidad del vínculo matrimonial que une al hombre y la mujer, el amor a Dios y al prójimo, el Papa como sucesor de San Pedro.
Esos principios, entre otros, son valores inmutables que constituyen la esencia del catolicismo. El velo, siendo lo que fue, era algo prescindible, como los hechos han venido a demostrar. La fe es otra cosa.
Ya no se ven prácticamente velos en la Iglesia, salvo los de las novias, las niñas de Primera Comunión y, si acaso, en las pocas mantillas que se lucen en bodas, galas y Semana Santa (que podrían considerarse como una exaltación de los velos) así como a veces, no siempre, en monjas.
Lo importante, lo trascendente, es que la religión se sienta y se viva por dentro, en el alma y con el corazón.