No rebasan la treintena, tienen a su cargo niños de corta edad y sus historias se entrecruzan como si fuera el guión de una película que, por desgracia, hemos visto una y otra vez. Relatos con un único objetivo: que no vuelvan a repetirse “Reconozco que por aquel entonces mi único objetivo era casarme, aunque en realidad tendría que haber estado jugando con muñecas todavía”. Naira (nombre ficticio) entona el ‘mea culpa’ escondida tras una sonrisa de alivio. Esa que hasta hace apenas unos meses permanecía borrada por el miedo. Esa que se esfumó de su rostro cuando ni siquiera había alcanzado la mayoría de edad, cuando empezaron los insultos, los desprecios y, poco después, los golpes. Mientras tanto, también sin querer hacer ruido, una de sus amigas, Samra (también nombre ficticio), pasaba por lo mismo. Quizás si no hubieran callado tanto tiempo se habrían apoyado mutuamente para, juntas, decidir dar el paso.
Denunciar. Esa palabra con la que las parejas de ambas jugaban una y otra vez sin plena conciencia de lo que significa. “¿Qué me vas a hacer? ¿Me vas a denunciar? No te tengo miedo ni a ti, ni a tu familia, ni a la policía... ¡guarra!”, zanjaban muchas discusiones. Pero antes todo había sido distinto. “Cuando lo vi por primera vez me encantó. Tan guapo, tan simpático... me encantó y enseguida le pedí a mi amiga su número de teléfono. A él también le gusté y a los tres meses nos casamos”. “¿Cómo me enamoré de él? Él se fijó en mí desde el primer momento y me apoyó mucho porque yo estaba saliendo de una relación anterior... incluso dejó a su pareja para poder estar conmigo. Con todo eso pensé que me quería de verdad”.
Aquel mito cayó mucho antes de lo esperado. “Los insultos fueron desde el día después de la boda. Ahí empezó a gritarme y decirme que bajara al INEM a buscar trabajo a pesar de que para entonces yo ya estaba embarazada”. “Todo empezó al nacer el primer bebé. No me ayudaba a nada, no trabajaba, se levantaba a las tantas... cuando empecé a hartarme y a recriminárselo empezaron los insultos y a tratarme mal”. Naira y Samra conocen al dedillo sus respectivas historias, si bien en el caso de la segunda todo se agravó cuando, por prescripción médica, se vio obligada a abortar. “Dos días después del aborto fue cuando me empezó a pegar, incluso se cargó una puerta. Me llamaba ‘mataniños’, se ponía fuera de sí pero como luego me pedía perdón...”. He ahí la palabra mágica: perdón. A pesar de que tras los gritos e insultos llegaron los golpes, en el caso de Naira incluso estando embarazada, aquellos siempre iban a ser los últimos.
Nada más lejos e la realidad. No sólo la situación cambiaba, sino que iba a peor. “¿Dónde? Delante de todo el mundo. De sus amigos, de mi familia, de la suya...”, asegura Naira. Ante semejante panorama no cabe otra pregunta que, ¿y por qué nadie hacía nada? “Sí, me decían cosas, me animaban a que lo dejara, incluso su propia madre me decía que me divorciara pero yo siempre pensaba que iba a cambiar”, comenta. En la carpeta que casi siempre la acompaña se recogen las sentencias,partes médicos y demás documentos que dan veracidad a sus palabras. E incluso fotografías. Moratones que, a todas luces, no se han creado por un golpe contra la esquina de una mesa.
La situación de Samra es incluso más escalofriante. “El primer día que le escuche por teléfono desearme la muerte me tomé varias pastillas y me corté las venas. Estuve tres horas en coma y dos meses en shock”, dice. La gravedad de la situación supuso un freno. Por unos días pareció que su marido hubiese entrado en razón. “Creo que entonces fue consciente de que tenía muchos motivos para denunciarle y me empezó a cuidar, a tratar bien... pero en dos semanas todo volvió a empezar”. Ni siquiera el haber estado a punto de perder la vida la hizo reaccionar. Samra seguía aguantando a pesar de que empezó a privarla de libertad. “Me dejaba encerrada en casa, no me permitía tener internet, tuve que mentirle diciéndole que necesitaba tener mi teléfono móvil para intentar pasar algo de hachís y conseguir dinero...”.
Y en medio de todo niños de cortísima edad, aún bebés. Niños que identifican a sus padres con la palabra cuchillos o que se encaraman en lo alto de su espalda y les muerden para tratar de conseguir que cesen los puñetazos. Los mismos que gritan cuando descubren que están tratando de asfixiar a su madre con el cable de la ducha y le salvan así, sin saberlo, la vida. Y gente. Vecinos, familia, amigos. Personas incapaces de ‘tomar el toro por los cuernos’ y presentar una denuncia en comisaría. Adultos que, por miedo, dejadez o simplemente porque asumen que ‘estas cosas pasan’ solo se permiten la licencia de “aconsejarme que me divorciase de él”.
Si en algo se separan las historias de Naira y Samra es en el momento en que decidieron tomar la bandera del ‘Basta ya’. Una lo hizo un día cualquiera. Uno más de esa retahíla de golpes e insultos que para entonces se habían convertido en un elemento más de su vida. “Hasta que yo no me animé a dar el paso no me liberé, pues a mi alrededor había quienes me alentaban, así que cuando lo decidí me planté sola en Comisaría y denuncié”. “Un día tenía tanto miedo que llamé a la Policía, lo llevaron detenido y a mí al hospital y, cuando me bajaron a la Comisaría él estaba ahí tan tranquilo, pensando que yo no lo denunciaría pero ya no pude más y lo hice”. De nada servía entonces aquel “perdóname, te juro por el Corán que no te voy a volver a pegar”.
Promesas incumplidas durante años que les lleva a ser hoy dos de los más de veinte ceutíes que, entre rejas, pagan por sus acciones. Castigo que, sin embargo, no alivia el sufrimiento de quienes han temido por su vida al lado de esos de quienes e habían enamorado. Saben que en pocos meses la justicia les dejará en libertad y, sinceramente, tienen miedo. Cada día que avanza es uno menos de tranquilidad una vez que la confianza en que la situación cambiase se había agotado. Naira y Samra se miran y suspiran. Han de salir adelante por sus hijos pero, sobre todo, por ellas. Porque les costó demasiado tiempo dar el paso que otras, por desgracia, nunca llegan a dar. Porque han luchado por recuperar la sonrisa y se niegan a que alguien se la arrebate de nuevo.