Comenzaré haciendo un ejercicio de realismo. Todo político tiene un punto de populista, de vendemotos. Es inevitable, el político busca en su discurso el apoyo de las clases populares y eso, en su definición más académica, es la esencia del populismo. Sin embargo todos conocemos la acepción más peyorativa del término, aquella que dice que el populismo pretende ganar la simpatía de la masa social defendiendo ideas irrealizables aparentemente morales, con frecuencia en contra del estado de derecho y siempre usando un lenguaje demagógico y fomentando la agitación social contra el sistema democrático establecido. Para qué andar por las ramas, todos estamos pensando en Podemos.
El objetivo del populismo no es la transformación de la sociedad, como se suele exponer en su discurso. Su verdadero objetivo es la obtención y mantenimiento de una cuota de influencia suficiente para mantenerse, para existir. Saben perfectamente que la utopía de la revolución constante no deja de ser irrealizable, pero es atractivo suficiente para convencer a una parcela de electores que les mantenga vivos.
Podemos, como cualquier populismo, es un partido que vive para tener un enemigo. Nos vienen a la mente casi sin esforzarnos regímenes populistas muy conocidos que basan su existencia en la existencia de un enemigo que siempre tienen en boca. Eso de tener un proyecto político es algo que no les interesa demasiado, como han demostrado en numerosas ocasiones. Aún recordamos todos el baile que sufría su programa electoral, con cambios en las propuestas o eliminación de planteamientos que habían sido esgrimidos con pasión en debates televisivos. A falta de proyecto, se han agarrado a crear un enemigo para poder subsistir en la confrontación, bien enfrentándose al PSOE para ganar un espacio propio en la izquierda, bien al PP para explotar el filón que supone el desgaste del ejercicio del gobierno, bien a Ciudadanos en un claro complejo al compararse con el otro partido nacido del descontento popular que sí tiene un proyecto y un mensaje claro. Y les salió bien, en el país de los enfrentamientos es muy rentable tener alguien que los alimente.
Sin embargo vivir del descontento constante es complicado. La crisis se va suavizando poco a poco, los casos de corrupción que se están juzgando ya no causan el mismo impacto que cuando eran destapados y se enfrentan a la complicada tarea de tener nuevos motivos para fidelizar a su gente. Porque no es ningún secreto que desde Podemos se ha promovido la agitación en las calles y se ha defendido un posicionamiento estratégico consistente en manifestarse “pacíficamente” fuera de las instituciones. De hecho en Vistalegre II ya se cercenó de cuajo el intento de Errejón de moderar el discurso político hacia posiciones más conciliadoras y razonadas, concluyendo con un rotundo “nos vemos en las calles”.
No hay que equivocarse, cuando se habla de acción pacífica del populismo, no es verdad. Animar a la confrontación, a toda exaltación enardecida en las calles, a canalizar el descontento hacia la insumisión, a insultar y a gritar más para conseguir imponer, tiene un punto de violencia, de fuerza intimidatoria. Que no haya agresiones físicas no significa que no se ejerza una violencia, porque la intimidación, y la violencia verbal es un ejercicio de violencia. Bien lo saben las fuerzas de seguridad del estado que tuvieron que soportar esa presión “pacífica” el uno de octubre en Cataluña.
El desafío independentista catalán ha supuesto un punto de inflexión importante en el populismo de nuestro país. El hecho de que se empezara a radicalizar, a enfrentarse directamente al Gobierno central y a salir a las calles, el escenario preferido de los populistas, les dio a Podemos un caramelo demasiado goloso para rechazar y se les ha terminado atragantando. Pensaron que era irrelevante defender las manifestaciones de una causa independentista, que era un ligero escollo que no acababa de agradarles, pero que se iba a solventar con loables ejercicios de malabarismo dialéctico con los que se sienten tan cómodos. Para ellos era mejor y más rentable pasar por alto la reivindicación independentista de fondo y centrarse en términos algo más ambiguos como el derecho de los pueblos a decidir su futuro, la “plurinacionalidad” del estado o directamente lanzarse al charco con la brutalidad policial y los presos políticos, algo que ha terminado por dinamitar su estrategia. Y no ha sido hasta que el independentismo les ha estallado en todas las narices, viendo que perdían apoyos dentro y fuera de sus filas cuando han intentado a la desesperada hacer declaraciones públicas defendiendo la España unida, diversa, solidaria y plural. Demasiado tarde.
Los resultados han sido incontestables. Carolina Bescansa criticando la falta de proyecto de Podemos para España y siendo marginada, Dante Fachin materializando la ruptura con Podemos en Cataluña por haber entendido que el flirteo con el independentismo era real, presos del franquismo y Amnistía Internacional contradiciendo el discurso sobre la existencia de presos políticos en España y, sobre todo, lo que más escuece: las encuestas. Pablo Iglesias es el líder peor valorado y Podemos la fuerza que pierde más intención de voto, relegándose al cuarto puesto.
La cantinela de que las encuestas son encuestas es cierta. Es un error guiarse exclusivamente por ellas porque muestran fotografías en un momento concreto y los momentos cambian. Pero la sucesión de encuestas en los últimos meses muestran una tendencia y un escenario revelador. Nos dicen que jugar al borde del acantilado tiene un atractivo componente de emoción y adrenalina… siempre que no acabes resbalando y cayendo.