Esta mañana como de costumbre, me crucé por el camino que hago para ir al trabajo con las mismas personas de todos los "santos", de todos los días. Gracias a Dios, también a mi querido hijo aunque no pueda verlo según el día.
El farmaceútico que espera unos minutos en la entrada antes de subir la persiana de su posible y madrugadora botica; el amoroso padre que acompaña a su precóz poyuelo y efervescente fílio hasta la puerta del colegio llevando su pesada maleta. El matrimonio que caminan separados uno junto al otro hasta sus respectivos trabajos; pero hoy he visto en ellos algo especialmente diferente. Hoy les he visto cogidos de la mano como si lo hubiera visto todo el tiempo.
Quiero pensar que se han permitido rescatar y auxiliar sus diferencias uno al otro, sin pedir la cuenta a cuartas preguntas y a tanto defecto. Que irían al trabajo, sin antes, pararse a tomar el desayuno que les sentara y les mirase a los ojos como lo hacían al principio y con ese beso con el que besas en la frente, cuando quieres y deseas proteger lo primero que sentiste, besar... besar con el corazón abierto como si fuera lo último siempre. Porque ver perder en otros, lo que nosotros seguimos teniendo sin darle la importancia que tiene, sólo porque sigue estando ahí; te hace valorar aún más el día a día en lo presente, en lo sucesivo.