“Llegar fue un alivio, sentí paz y mucha alegría”, dice Madiba en su entrevista con ‘El Faro’. Sonríe, mira al cielo y agradece, como lo hace cada domingo en la iglesia de África, el estar a este lado de la frontera. Aquí las cosas son distintas. Aquí al menos hay un centro, hay comida, hay ayuda y no existen las inestabilidades. Forma parte de la bolsa de inmigrantes asentada en nuestra ciudad de la que todos hablan pero pocos conocen. Madiba sabe lo que es y lo que no. “Somos clandestinos, pero no somos ladrones ni matamos a nadie”, asevera. Exacto, son clandestinos en un mundo plagado de barreras, de fronteras físicas y virtuales, de países que se unen para adoptar políticas de freno, de gastos millonarios, de CETIs que se convierten en CIEs y de CIEs que se convierten en pequeñas cárceles odiadas por las oenegés.
Madiba cruzó el espigón del Tarajal. Con él lo hicieron, aquella madrugada de sorpresas, 39 subsaharianos más. Madiba lo había intentado al menos en otras cuatro ocasiones más sin éxito. Pero al menos él está vivo. Recuerda que atrás, en el camino, quedaron siete amigos a los que se tragó el mar. Ellos también eran números, como Madiba, pero hoy no pueden contar su historia. “Algunos se lanzan al agua y no saben nadar, cuando ven que se mueve, que hay olas, tienen miedo y quieren salir, pero no pueden”, dice Madiba. La Policía marroquí les detiene in extremis, casi cuando ve que el inmigrante se ahoga. Después todos saben lo que pasa: a comisaría, palos, más palos, al autocar y a la frontera con Argelia. Esas son las deportaciones que se estilan al otro lado y de las que los subsaharianos intentan huir.
Para llegar a Ceuta aquel día de niebla, Madiba tuvo que iniciar una travesía andando de casi una semana: desde Beliones hasta la frontera. “Algunos de los que venían se quedaron en el camino porque se cansaban, no podían más. Otros continuamos”, narra. En el camino los pastores marroquíes les sirven de guía, previo pago de lo que ya funciona como un negocio. En el bosque hace mucho frío. Sólo los fuertes lo aguantan. Hay inmigrantes que optan por entregarse motu propio a la Policía. Cuando Madiba cruzó a Ceuta permaneció durante una hora en el agua. Tenía miedo, no quería salir hasta que viera a la Cruz Roja, temía que la Policía lo entregara a Marruecos. Los botes de humo lanzados por las fuerzas de seguridad no le dejaban respirar, mezclados con el cansancio y la niebla se convertían en un cóctel molotov peligroso. Atrás quedaron compañeros, de los que hoy Madiba nada sabe.
La vida en los montes, una auténtica odisea
Marruecos mantiene dos campamentos: el de Beliones y el de Castillejos. En el primero se estima la presencia de no más de cien subsaharianos, mientras que en el segundo, el más cercano al Tarajal, la presión es mayor. La permanencia en estos asentamientos se convierte en toda una odisea para los inmigrantes. Distribuidos por nacionalidades, se nutren de lo que compran a los pastores y de lo que les dan los vecinos marroquíes. Se protegen del frío con plásticos de los vertederos y se apoyan entre ellos para intentar superar los días. Cuando el tiempo mejora es cuando intentan los pases. Muchos de los inmigrantes no saben nadar, así que el espigón del Tarajal se ha convertido en su tabla de salvación. Lo bordean prácticamente andando, de ahí que la presión sobre esta línea sea allí mayor. Las oenegés advierten de la presión marroquí en los campamentos e intentan, a través de los voluntarios, ayudar a estos números que tienen historias.