Si alguna vez queréis saber lo que es la felicidad deberéis leer esta historia rescatada de la memoria familiar entre fotos antiguas, cromos de posguerra, una casa de muñecas que le dio por amueblar en su vejez y una sortija que cambiaba de color el ánimo.
Aquella sortija misteriosa me hizo visualizar una revista de compras por correo, a la que mi tía era tan aficionada, que ofrecía a sus ingenuos clientes productos mágicos: jabones, peines, botones que no se descosían, auriculares para espiar las conversaciones de otra habitación, maquinas de palomitas de todos los sabores y alpiste para hacer cantar a los canarios como si fueran La mismísima Monserrat Caballé.
Adelita Torregrosa se pirraba por estos pedidos y, mientras llegaban a casa, especulábamos sobre la sorpresa del mes. De todos ellos el más curioso resultó ser unos polvos que una vez metidos en agua y pasadas dos semanas, se convertirían en caballitos de mar con la capacidad de hacer cabriolas, cabalgar en el agua, dar volteretas, saludar a los espectadores tras el cristal; menos tocar la guitarra o cantar “ mi carro me lo robaron’poseían capacidades casi infinitas. Todos los días, después del cole, una caterva de niños: los hijos de mi tía, los primos, los churumbeles de los vecinos, amigos y cualquiera que entrará por la puerta de la calle Ramón y Cajal, pasábamos horas y horas esperando la eclosión de esos monstruos graciosos que anunciaba la revista. Lo único que logró Adelita era ver a 15 almas observando la pecera mientras se merendaban un bocadillo con chocolate.
Visto el fracaso leímos pormenorizadamente las instrucciones precisas para el natalicio: el agua tenía que ser pura a una temperatura variable según la hora del día, la luz debería reverberar en el líquido elemento las horas pares, el material de la pecera tendría que ser “cristal de bohemia” y la comida conservada a 9 grados y medio. De otra forma el nacimiento sería abortado.
Pero la tía Adelita seguía haciendo pedidos a troche y noche sin importarle lo que pensaran los demás.
Pasábamos tardes de verano comiendo pipas y jugando a las cartas, concretamente el chinchón. Mis contrincantes estuvieron a punto de hacerme un boicot pues partida que jugábamos partida que ganaba; mi matrimonio con la diosa fortuna era todo un misterio.
Nunca renunció la Señora Adelia a su café vespertino con sus amigas en la glorieta, a sus ávidas lecturas, las charlas con los vecinos, sus charlas, los tenderos, barrenderos, incluso con un albañil que trabajaba en una casa aledaña a su galería.
Adela entendía a todo el mundo siendo capaz de defender a Dios y al mismísimo diablo.
Con la única que discutía era con su hermana Pepa pues era todo lo contrario a ella: la mujer mas pesimista del mundo; eran como el día y la noche pero se querían tanto que salvaban todas sus diferencias.
El tío Roberto era el marido de mi tía. Una de sus misiones era amargarle la vida a su mujer desde que amanecía hasta que se ponía el sol: insultos, humillaciones, intentar ridiculizarla por todo, echarle la culpa por la muerte de Manolete y acusarla de todos los males habidos y por haber. Nadie lo entendíamos; pero ella no estaba dispuesta a renunciar a la felicidad.
Valga como ejemplo que mi tío Roberto le regó la casa cuando ella le dijo que había fregado y que se esperara para no pisar. Mi prima Kika, su hija, siendo una niña de 4 años le dijo a uno de los amigos de su padre que en casa no había lavadora automática.
En un alarde de orgullo Adelita Torregrosa tuvo lavadora a la semana.
La única vez que la vi enfada fue cuando mi hermano Pedro fue a lavar a su perra en casa de mi tía sospechando que le daría igual.
¿Y por qué no lo lavas en casa de tu madre? No olvidaría nunca aquel acontecimiento en el que supe que todo tenía un límite, hasta para mí tía Adelita.
Su bondad, su sencillez, su manera de deshacer entuertos y su afán por no darle importancia a las cosas le dieron una capacidad parecida a la que tenía el Rey Midas, ella no convertía en oro lo que contaba, lo convertía en felicidad.
Me quedo con esta frase: Si viene la muerte, que vendrá, os diré “ adiós muy buenas” y aquí paz y después gloria.
Desde jugar al parchís sola, hacer solitarios, formar palabras con letras sueltas.
Una de las cosas buenas que heredó de mi tío fue una sopa de bacalao con ñora, ajo y patatas y un fajo de billetes que le calló a la cabeza al romperse una persiana pues mi tío escondía el dinero sin acordarse del escondite.
Yo tengo dos madres, es una de mis mayores fortunas. Mi tía me enseñó el Dios de las pequeñas cosas.