En Todo ejercicio de recuperación de la memoria debe ser bien recibido, ayudando a reconstruir el conocimiento del pasado desde el presente, en el caso que nos ocupa centrados en el origen y primeros años del Instituto de Estudios Ceutíes (en adelante I.E.C.) y utilizando como procedimiento una especie de “historia oral”. Tomo prestada una expresión de una lectura reciente: “… sin recuerdos el ser humano no es más que un pedazo de carne sobre un planeta…” (Jenny Erpenbeck, “Yo voy, tú vas, él va”).
El pasado miércoles, 19 de junio, tuvo lugar la primera de las actividades que el I.E.C. ha programado para conmemorar sus primeros 50 años de existencia; José L. Gómez Barceló, miembro destacado del mismo, entrevistó a dos de los fundadores que, de manera ininterrumpida, han seguido “en activo” hasta nuestros días en la institución, D. Antonio Bernal Roldán y D. Teodosio Vargas-Machuca-García. Mientras escuchaba las interesantes intervenciones de ambos, al hilo de las preguntas del moderador, fui haciendo un ejercicio de memoria personal, recordando cómo viví, desde mi infancia, aquellos años, finales de los sesenta y comienzos de los setenta, intentando contrastar lo que iba oyendo con mis recuerdos y experiencias. De una forma general, evidencio dos realidades muy diferentes entre lo escuchado y lo que viví, o recuerdo que viví, desde esa infancia en la Colonia Weil en la que me crié.
Uno de los recuerdos más destacados tiene que ver con el final de la asistencia a una escuela, en la vecina Villa Jovita, muy autoritaria, adoctrinadora y represiva, donde primaba un estudio memorístico, el castigo y un temor reverencial al maestro. Mis muchos años de docencia, en distintos ámbitos, me permiten contrastar aquella enseñanza de los años sesenta con la que empecé a ejercer al comienzo de los ochenta y la que he vivido hasta la actualidad.
Estoy seguro que la fundación del I.E.C. supuso una gran bocanada de aire en el mundo cultural ceutí de aquel tiempo, así lo manifestaron tanto D. Antonio como D. Teodosio, máxime en aquellos años grises del tardofranquismo en los que el control y la censura estaban a la orden del día, eran señas de identidad del régimen y las posibilidades de acceso a la cultura casi un privilegio al alcance de unos pocos. Años en los que, en otros lugares del estado, especialmente en la capital, se desarrollaban manifestaciones de obreros y estudiantes universitarios de rechazo al régimen, quizás haciéndose eco de movimientos como el Mayo del 68 en París o la Primavera de Praga; recientemente se presentó en la Biblioteca Pública el magnífico libro de Javier Padilla, “A finales de enero”, que recrea muy bien aquellos años; desde la literatura, autores como Antonio Muñoz Molina (“El viento de la luna”), Manuel Longares (“Romanticismo”) o Miguel Espinosa (“La fea burguesía”), entre otros muchos, nos trasladan a la España de aquellos años.
Mientras se fundaba el I.E.C. ese niño de la Colonia Weil que yo era se desollaba las rodillas en callejones y montes del barrio, se iniciaba en la lectura de la mano de Mortadelo y Filemón, Pepe Gotera y Otilio, el Botones Sacarino o la 13 Rué del Percebe…. También con las aventuras del Capitán Trueno, el Jabato o aquella magnífica colección ilustrada de “joyas literarias juveniles” resúmenes a modo de comic de grandes obras literarias como “La isla del tesoro”, “Sandokán” o “Los hijos del Capitán Gran”. Ir a Ceuta, al centro de la ciudad, era casi tanto como iniciar un pequeño viaje más allá de las fronteras en las que se desarrollaba mi vida. Qué ajeno estaba a que, años después, ingresaría en la institución que se fundaba en ese lejano 1969.
La vida cotidiana, en el barrio, transcurría entre la escuela, la calle y la casa. En torno a una mesa camilla, en “el cuarto de estar”, que servía para comer, hacer los deberes o reunirse alrededor del televisor en blanco y negro, transcurrían las tardes; una mecedora, en un rincón del cuarto, era el lugar para el descanso del padre, tras la larga jornada de trabajo en la oficina de la fábrica de Weil, desde allí veía el futbol y los telediarios y leía, al declinar la tarde, el diario “Pueblo”, cuyo director era D. Emilio Romero. Recuerdo tardes de domingo entre sellos y monedas, sentado junto a mi padre, muy aficionado a la filatelia y a la numismática. En aquellos años de la infancia, el cuarto de estar también servía para colocar un barreño, los sábados por la tarde, en la que nos bañábamos, viendo la programación de televisión, recuerdo el concurso “Cesta y punto” y series como “Área 12” o los entrañables Locomotoro, Valentina y el Capitán Tan, además de los dibujos animados del oso Yogui, Correcaminos o los Picapiedra. Mi madre utilizaba el cuarto de estar para las costuras y la lectura de la revista “Diez Minutos”, además de las novelas de la colección Reno de Plaza & Janés, o las de Concha Linares Becerra, a las que era muy aficionada… Hoy aún guardo como auténticos tesoros, en mi biblioteca, algunos de esos ejemplares y, en mi mente, muchas imágenes de mis padres, con libros, periódicos y revistas en las manos. En la casa en la que me crié nunca faltó literatura infantil y juvenil.
Mis padres no habían pasado de unos estudios básicos, pero recuerdo un ambiente con una gran preocupación por la educación y la cultura, una biblioteca llena de colecciones de novelas, números de la revista “selecciones” del Reader Digest y enciclopedias como el Monitor, de la editorial Salvat, o el Diccionario Enciclopédico Abreviado de Espasa Calpe. Nunca oí hablar a mis padres del I.E.C., de su fundación y sus actividades, aquella Colonia Weil, aquella Villa Jovita, quedaban lejos del mundo que alumbró la institución de la que hablamos. El I.E.C., el mundo cultural e intelectual de la Ceuta de aquellos años estaba totalmente alejado de la realidad que yo recuerdo.
Jugar en la calle era otro componente fundamental de aquellos años, en la plaza de la iglesia, sin coches que molestaran, por los callejones de la Colonia, por los montes que la rodeaban y con algunas incursiones a la próxima Villa Jovita (el futbol, las bolas, el trompo, el piso, policías y ladrones, el escondite, balontiro…. eran los juegos predominantes, en los que no solíamos mezclarnos mucho chicos y chicas.
Mientras escuchaba a D. Antonio y D. Teodosio desgranar sus recuerdos, ejercitaba los míos. Ahora los veo como memorias vivas de una institución y de nuestra historia más reciente, empecé a recordar cómo entré en contacto con ellos. A D. Antonio lo recuerdo, en primer lugar, como uno de los primeros profesores que tuve en 1º de Bachillerato, en el curso 1970-71, en el Instituto Nacional de Enseñanza Media, el único que había en la ciudad, en clases de Lengua española; recuerdo aquella firma alargada y espigada en los “partes” a rellenar en cada clase, a él le debo que me nombrara “delegado de clase” (no eran tiempos de elecciones democráticas), lo que me acarreó muchos más disgustos que alegrías… Años después, tras finalizar los estudios de bachillerato, el curso de orientación universitaria (C.O.U.) y superar las “pruebas de acceso a la universidad”, volví a ser alumno suyo, en mis estudios de magisterio, entre la Psicología de la educación y la Filosofía, en los años de la Transición. En 1991, aquel D. Antonio se convirtió en un compañero de trabajo, comencé a compartir docencia con él, ocupando la plaza que dejó vacante D. Juan Díaz Fernández, otra personalidad destacada en los años de la fundación del I.E.C., en la entonces Escuela Universitaria de Formación del Profesorado, origen de la actual Facultad de Educación, Economía y Tecnología y esta relación profesional continuó hasta su jubilación en la primera década del nuevo siglo. La relación con D. Teodosio comenzó con mis estudios de licenciatura en Historia en el Centro Asociado de la U.N.E.D., ubicado por entonces en un edificio de la “Plaza Vieja”; recuerdo sus clases de “Paleografía y Diplomática”, los esfuerzos que tenía que hacer para seguirlo transcribiendo algún documento en “gótica cursiva”. Tras mi ingreso como miembro numerario en el I.E.C., a finales de los noventa, empecé a compartir actividades con ellos, sobre todo con Teodosio, quedando el “Don” atrás, en la sección de Historia y Arqueología.
¡Qué diferente aquella Ceuta de 1969 de la actual!, pero, también, ¡qué diferente era la Ceuta que reflejaban Antonio y Teodosio en la actividad desarrollada el pasado 19 de junio y la que yo recuerdo de mi infancia! El I.E.C., el mundo cultural e intelectual de aquellos años, estaba muy alejado de la Ceuta que yo viví, en los callejones de la Colonia Weil y Villa Jovita en los que crecí. Dos miradas muy diferentes sobre Ceuta que el paso del tiempo ha ido acercando. Sería muy interesante aproximarnos a cómo se vivió, en capas sociales alejadas del mundo intelectual y cultural, aquella Ceuta de finales de los sesenta y comienzos de los setenta.
Cincuenta años después, creo que el I.E.C. debe abrirse más a las “Colonias y Villa Jovitas” de hoy, a los distintos barrios y realidades de Ceuta, debe ser capaz de equilibrar el rigor científico, que le caracteriza y tiene contrastado, con una mayor capacidad divulgadora y socializadora del conocimiento, avanzando en su función de motor de desarrollo cultural de la ciudad y su entorno, creo que debe seguir progresando en superar un cierto carácter elitista y endogámico y abrirse más a la diversidad socio-cultural de Ceuta. Desde mi trabajo diario como docente, formando, fundamentalmente, a futuros docentes, seguiré aportando mi grano de arena para que así sea, para el desarrollo de una institución que valoro, aprecio y a la que me honro en pertenecer. Mi sincera enhorabuena al I.E.C. por esta efeméride, mi agradecimiento y aprecio a sus miembros fundadores, concretados en las figuras de Antonio Bernal y Teodosio Vargas-Machuca.
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