No nací en su entorno, pero llegué a ella siendo muy niño. En aquellos días el mar estaba muy cerca de la muralla, tanto, que el sonido de las olas, al romper en su escollera, no dejaba que conciliáramos confiados nuestros sueños infantiles. Los hermanos, sorprendidos los primeros días por el rumor constante del mar, nos mirábamos en silencio escuchando la fuerza del levante y percibiendo el olor a salitre que impregnaba el patio.
Desde entonces he paseado mucho por ella, recordando a menudo la primera pandilla, los cigarrillos a hurtadillas, las carreras en bicicleta, las reuniones alrededor de aquellos bancos de piedra, la visión del puerto -tan próximo y obscuro entonces- y aquellas rocas cercanas coronadas de hitos que, a veces, desprendían llama.
La he visto crecer, ensancharse, ponerse al día cual joven que se hace mayor, adaptándose a los cambios que los nuevos tiempos le trajeron y que, desafortunadamente, no han conseguido hacer de ella una marina definitivamente atractiva, inalterable en su modelo -como en tantos otros lugares que tienen paseos cercanos al mar-. Antes bien, la nuestra tan cambiante.
Cada uno quiso dejar su impronta -sin recordar que aquí no hay obra púbica que dure mucho tiempo- haciéndola pasar de un estilo a otro y buscando, a menudo, su complicidad con el mar: sin caer en la cuenta que éste se ha ido ya de su lado. La unión se perdió, definitivamente, el día que alguien decidió que había que poner tierra de por medio: una carretera, una explanada, después un parque, una construcción aquí y otra allá y, a veces, hasta una gran carpa de feria. Cada cual ha querido hacer su particular agosto, reinterpretando el momento y el espacio sin tenerla a ella en cuenta.
Así, durante años fue vestida sólo de salpicadas palmeras, calzada de grises losetas y algunos bancos; después llegó la solería bicolor con sobrenombre de alcalde; más tarde, el tiempo de la pizarra y el granito. Al mismo tiempo, la carretera se fue revistiendo con bloques rectangulares de piedra, tornados más tarde en pequeños adoquines de granito, para terminar, unos y otros sepultados bajo el negro alquitrán que todo lo iguala (todo menos los registros, para padecimiento de vehículos y peligro de ciclistas).
Pero si el suelo se transformó en numerosas ocasiones, no menos lo hizo el vuelo, pasando de la inhóspita marina de escasas palmeras y bancos de piedra, a bancos de madera frente a balaustrada de hierro y luminarias de globo algo marineras a cada poco; más tarde asientos de forja, más palmeras, balaustrada de piedra, luminarias fernandinas, miccionarios para perros…
Las últimas obras trajeron grandes cambios. Tantos, que en uno de ellos la marina saltó la Almina y así, desde Rampa de Abastos al puerto va ahora llaneando sin que tengamos que apearnos de la acera: fuentes de susurrante agua con fondo musical y bancos en derredor que invitaban a sentarse distraídos, pérgolas, arriates, parterres, asientos mirando al mar colgados en muros, y columnas con azulejos de barcos pintados que pocos supieron apreciar.
El agua y el fuego pasaron factura a los bajos y estos a ella. Así que alguien pensó que era el momento de darle un cambio y nos regaló una visión de una marina extensa y diáfana, donde las fuentes ganaban en solitaria belleza y los accesos de acero y cristal destacaban sobre la gran superficie, al tiempo que la barandilla de granito le ganaba la partida a la piedra artificial. Sólo parecía faltarle algún tipo de sombra para suavizar las sentadas en días de sol, algo de vegetación que rompiera el continuo gris y un carril bici para que cada uno fuera por su lado sin peligro de todos; poco más necesitaba nuestra marina…
¡Ja! ¡Porque Vd. lo diga!
De repente la realidad se impuso, y apareció el resultado del encargo desmedido. De un día para otro nuestra marina se llenó de bultos que, poco a apoco, fueron descubriendo su contenido: jardineras, asientos de variopintas formas y mucha papelera ¡Más de doscientas cincuenta elementos de mobiliario urbano! Algunos de imposible comprensión y funcionalidad. Un derroche difícil de justificar y que al sentido común repele por su número y repetición indiscriminada.
Pero el mobiliario no vino sólo, no, se acompaña de incontables farolas, modernas pero farolas. Una profusa alineación de postes a lo largo de ella (para alegría de perros) y, a veces, en tres filas paralelas ¡Ojo!, las del medio son postes trampa para despistados paseantes y de “relumbre” utilidad: alumbran los pasos de cebra (iluminados ya por la luz de acera), las fuentes (iluminadas ya por sus luces interiores) y los accesos, que también lo están. Como si no tuviéramos luz suficiente con la que se alumbran tiestos, asientos y carretera ¡Todo un derroche de energía!
Y por si había poco cachivache dos parques infantiles. Ya sé que eso hace la delicia de niños y padres, y si se lo ponen a Vd. en el portal de su casa mejor ¿verdad? Bueno, politiqueo del fácil me pareció entonces. Claro, una vez visto lo que disfrutan la chiquillería y los padres a ver quién lo cuestiona.
El mobiliario es del que cuesta un dinero y que en estos últimos años se pone a discreción: San Amaro, plaza de los Reyes, plaza Capitán Ramos... donde encarte oiga. Hay una pieza para cada sitio. Alguna no se sabe muy bien para qué, como los pequeños toboganes de piedra (slope) de Ramos: no los busques, ya no están, resulta que eran peligrosos... no, si ya te digo… el dinero público es que no duele…
Y el entronque con los accesos al Parque merecen mención aparte, como no. Creo que a todas luces desmesurado ¿No había mejor opción? ¿Era necesaria una pasarela tan a lo bestia? Le dedicaremos su espacio cuando hagamos memoria de las obras faraónicas de la ciudad.
Pero puede que lo peor que le ha sucedido a la marina no sea lo hasta aquí visto, sino lo no visto. Oportunidad perdida por falta de decisión política y valentía de grupo (municipal se entiende) para realizar su gran remodelación (la de la marina, la del grupo si nos ponemos, también) que, a su vez, lo sería de una parte muy importante de la ciudad. Esa sí que hubiera sido una obra de futuro: ampliar el número de vías para evitar las colas insoportables de coches; ampliar la acera del lado de viviendas y comercios para dar más espacio al tránsito peatonal; disminuir la anchura actual y llevar lo peatonal a la balaustrada. Vamos, lo lógico.
Pero no. Quizá por miedo a que le levanten el electorado (empujados por los de siempre) el caso es que les metieron las cabras en el corral (al grupo) o el proyecto en el cajón, que es lo mismo. Creo que fue un error; como error es para el buen gobierno regir temerosos de la bancada contraria.
Hay que recordar que, además de solaz de paseantes, la marina es un eje vial de primera importancia, función a la que la ciudad no puede darle la espalda y que, tarde o temprano, esa remodelación se habrá de acometer. Como paseo, su continuidad desde Rampa de Abastos hasta el puerto fue un gran acierto, pero no es menos importante esta otra. Espero que entonces recupere algo de lo perdido de paseo recoleto y sabor marinero que tenía.
La marina es lugar común de ceutíes y balcón al mar para paseantes afortunados. Por ella he corrido en la juventud, en ella crecí y pasee mi amor; incluso he visto partir por ella -a hombros de amigos- a mi compañero de juegos infantiles. Ahora siento que, inexorablemente, voy envejeciendo con ella. Pero bueno, sigo viéndola extensa y llana; lugar seguro de primeros andares, de carreras de chiquillos que me recuerdan a mi pequeña niña cuando los paseos familiares; de parejas de enamorados… Poco más necesito para sentir la marina como siempre, si no fuera porque el mar lo percibo algo distante en algunos lugares. Ahora, rota ya su antigua identidad, sólo queda que no la atosiguen más de modernidad, y que la próxima vez sepan adaptarla mejor a lo que fue su esencia, sin que pierda más de lo que por desgracia lleva perdido.