En una sociedad inspirada en el poder omnímodo del dinero, en el que la riqueza material ha terminado por contaminar, matizar o remodelar todos y cada uno de los principios éticos que parecían inmutables la abundancia ha permitido ocultar todos aquellos comportamientos corruptos, que se extendían como una letal metástasis social, ante una permisividad o indiferencia inquietantemente generalizadas.
Esta tendencia instintiva al fraude, que forma parte consustancial de la personalidad del pueblo español desde tiempos inmemoriales, se manifiesta en Ceuta de una manera más acusada y descarnada. Probablemente influya en este hecho, de manera determinante, el conjunto de características políticas, económicas y sociales que hacen de ésta una ciudad indubitadamente singular. No es que los ceutíes seamos diferentes, sino que las oportunidades de fraude se multiplican exponencialmente y el ambiente lo hace mucho más propicio.
No obstante, las cosas están cambiando. La crisis económica está desnudando a la sociedad. La ciudadanía ya comienza a ser consciente de que no estamos en un estado transitorio, sino en un proceso de reconversión del modo de vida que hasta ahora hemos conocido.
Como toda transformación social no es justa ni equitativa en sus costes. En esta ocasión, a las víctimas sempiternas (los económicamente débiles), se une el dramático sacrificio de una desafortunada generación de jóvenes sin horizonte, sumidos en la perplejidad. No es extraño que el descontento crezca como una marea imparable. Cada vez más personas se preguntan, cuestionan las reglas del juego y se rebelan contra la injusticia que hasta ahora se toleraba como un mal tan inevitable como inocuo. Los casos de corrupción y los comportamientos inmorales ya no se observan con indulgencia sino con indignación. Lo que antes resultaba gracioso ahora se siente doloroso. Parece que sopla aire fresco.
En este incipiente camino de recuperación de las señas de identidad éticas que nunca debimos perder, Ceuta debe aplicarse con especial énfasis. Debemos someternos a una profunda revisión de nuestras pautas de conducta y corregir todas aquellas desviaciones que se han ido produciendo y consolidando con el paso del tiempo en un contexto de permisividad culpable. Urge un compromiso colectivo de saneamiento moral, porque en caso contrario, nos vendrá impuesto con el añadido escarnio público que llevaría consigo. En Ceuta el fraude se concentra, fundamentalmente, en el ámbito del mercado laboral y en el de la aplicación de los mecanismos de compensación de la insularidad. La mano de obra clandestina aumenta descontroladamente.
Es un fenómeno difícil de contrarrestar en una Ciudad fronteriza porque beneficia a todas las partes implicadas. El empresario (o familia en caso del empleo doméstico) dispone de trabajadores a un salario muy inferior al que marcan las leyes y mejora ostensiblemente su beneficio, el cliente puede obtener servicios a un precio más ventajoso y el trabajador percibe unas retribuciones que colman sus aspiraciones, ya que le proporcionan un poder adquisitivo en Marruecos más que aceptable. ¿Cómo desmontar algo de lo que todos obtienen provecho? No resulta sencillo. El problema es el elevado coste social que conlleva esta práctica. Trece mil parados. Por ello la solución debe empezar en la conciencia de todos y cada uno de los ciudadanos. Exigiendo rectitud, aun siendo conscientes del perjuicio que a corto plazo nos puede ocasionar.
Otro foco de fraude, sino generalizado si excesivamente frecuente, se encuentra en la malversación de las medidas de carácter económico que pretenden paliar los costes de la insularidad. En especial, el plus de residencia, las bonificaciones fiscales y la subvención del transporte. Quienes no residen efectivamente en Ceuta no deben percibir el plus de residencia, no deben reducir en un cincuenta por ciento su cuota tributaria y no deben viajar con tarifa reducida. Por honestidad. Pero, además, no podemos olvidar que el importe de estas medidas esta sufragado con los impuestos de muchos españoles que lo están pasando muy mal. Si no hacemos un uso racional y justo de ellas, la solidaridad se convierte en privilegio, y la lógica invita a pensar que corren un muy serio riesgo de supresión total o parcial. No se pueden pagar las prebendas de unos con el sufrimiento de otros. Es tiempo de volver a la honradez.