El auge de la extrema derecha puede provocar una auténtica catástrofe en nuestra Ciudad. Conviene repetirlo. Y explicarlo. Fortalecidos y espoleados por un contexto internacional involucionista, y socialmente rehabilitados por la convulsión ocasionada por el conflicto catalán, quienes durante las últimas cuatro décadas se escondieron avergonzados bajo las siglas del PP, han decidido exhibirse e iniciar su particular reconquista para devolver España a mil novecientos treinta y nueve (concretamente al uno de abril). Todos los (negros) augurios que se intuyeron ante la inesperada irrupción del partido político que (ahora) vehiculiza la ideología del odio, se están cumpliendo con precisión matemática, en su peor versión, y a una velocidad de vértigo. El cuestionamiento de la lucha contra la violencia machista ha causado estupor. Parece que nadie podía esperar tan osado pronunciamiento en estos tiempos en los que la causa feminista empezaba a encontrar acomodo en el “sentido común” del siglo veintiuno. Se cuentan por millones quienes no aciertan a dar crédito a un posicionamiento político que niega la existencia del machismo (y su violencia como expresión más visible y descarnada) reduciéndolo a un problema “doméstico”. Y sin embargo, no hay nada más coherente. Quizá es que aún son demasiados los ciudadanos (ingenuos) que no terminan de comprender el significado (y sus efectos) del término “extrema derecha”. Por eso es necesario insistir en ello. La pedagogía democrática, a modo de resistencia, es el único antídoto para tan peligroso virus. Aunque de éxito aún no contrastado. Esta ideología se fundamenta sobre la creencia de que existe un orden natural (determinado por el género y la raza) y otro político (establecido por la nación), que son (y deben ser) inmutables. El Estado tiene como fin último blindar ese ordenamiento, justificando su defensa en cualquier circunstancia, y legitimando incluso el uso de la violencia más extrema llegado el caso. Es una obligación individual y colectiva proteger y perpetuar la prevalencia del hombre sobre la mujer, el blanco sobre el negro y el nacional sobre el extranjero. Dicho de otro modo, esta ideología se configura desde el machismo, el racismo y la xenofobia como principios fundacionales. Es este hecho, precisamente, el que la sitúa al margen de cualquier constitución democrática. Las mujeres pueden “avanzar” cuanto quieran (trabajar, participar en política, ser empresarias, etcétera) siempre y cuando no se subvierta el “orden natural” que las sitúa, por razones evidentes, en un plano de inferioridad (dedicadas a la procreación y a los cuidados familiares, recluidas psicológica y socialmente en la esfera estrictamente privada). Las personas de una raza diferente a la “blanca” pueden “avanzar” todo lo que puedan en derechos individuales, siempre y cuando sus señas de identidad no formen parte del ámbito de lo público (se les permite que desarrollen su cultura de “puertas para adentro”, sin molestar) y no se altere el orden natural que establece una obvia supremacía de una raza (y cultura) sobre las demás (siempre subordinadas). A los extranjeros se les permite “integrarse” en la sociedad de acogida, a condición de que previamente abandonen sus ideas (lógicamente equivocadas) y costumbres (naturalmente arcaicas y desviadas) y abracen con euforia el espíritu nacional concebido por las raíces puras de la patria. Preservar esta estructura política se convierte en una misión que trasciende lo terrenal para insertarse plenamente en el reducido universo de los valores eternos vinculados directamente con dios. Con todo lo que ello implica. El odio al diferente, democráticamente repugnante, se transmuta de este modo en un sentimiento heroico, capaz de inspirar las más abyectas acciones sin remordimiento de conciencia. La mujer, el negro y el extranjero deben asumir su condición y obrar en consecuencia. O se arriesgan, en caso contrario a ser víctimas de una drástica exclusión social que no admite matices, aplicada con rigor y toda la “mano dura” que sea menester. No es necesario ser muy explícito sobre el panorama que se cierne sobre el futuro si esta forma de pensar se sigue expandiendo, y millones de personas otorgan carta de naturaleza política a semejante obsoleta excrecencia de la razón (en Andalucía ya lo han hecho más de cuatrocientos mil). La irracionalidad masiva, devenida en turba, causa un efecto arrasador que infunde verdadero pánico. Porque el problema es que el resurgir del fascismo (más allá del éxito que pueda alcanzar en las urnas) amenaza con cambiar las coordenadas del espacio político, corrigiendo (en dirección antidemocrática) el posicionamiento de todos los partidos políticos. La combinación de estos dos factores que se retroalimentan mutuamente (consolidación en el imaginario colectivo de las consignas neofascistas, y el desplazamiento a la derecha de todos los partidos políticos para no “perder comba”) puede tener en Ceuta un desenlace dramático con vitola de desastre. Lo hemos podido comprobar en el acto público de presentación del (mismo) candidato del PP para las próximas elecciones locales. Allí, en impúdico “mano a mano” entre el líder nacional del PP, y su réplica provinciana, han hecho añicos el esfuerzo de muchos ceutíes, durante años, por forjar un espacio intercultural en el que construir el concepto de ceutí del futuro. Un atentado contra la convivencia que no se puede justificar en modo alguno. Vivas está convencido de que la única manera que le queda de volver a ganar es imbuirse del espíritu de Don Pelayo y presentarse ante el electorado como el líder capaz de contener a las “hordas musulmanas” y preservar la pureza de la Ceuta portuguesa. El discurso del PP, deslizando deliberadamente la identificación del concepto “musulmán” con “extranjero”, supone un cambio cualitativo (no olvidemos que el PP tiene mayoría absoluta) que vaticina tiempos muy difíciles para Ceuta. Porque las sutiles disquisiciones que se hacen a renglón seguido para mantenerse dentro de los límites constitucionales, no son digeribles por el grueso de la masa enfervorizada. Según dice el PP, ahora, los musulmanes de Ceuta son españoles de “segunda hornada” (podrían haber dicho perfectamente de segunda división) que se “integran” bien (lo que quiere decir, como hemos explicado antes, que asumen su condición de inferioridad y deben renunciar a que su cultura forme parte de las señas de identidad de la Ciudad). La traducción al lenguaje simple de la calle es que los musulmanes son “ellos”, y los cristianos somos “nosotros”, cada uno en su lugar que, por historia y tradición es y debe seguir siendo: “nosotros “arriba (imponiendo los parámetros sociales y culturales) y “ellos” abajo (asumiendo la jerarquía desde la sumisión). Eso sí, permitiendo que cada cual “en su casa” haga lo que crean conveniente. Una aberrante apología del racismo estructural. A partir de ahí, cualquier intento de cambiar este “orden sagrado” se convierte en un ofensa a Ceuta susceptible de ser combatida por todos los medios, como si se tratara de una peculiar versión de las cruzadas medievales. Esta formulación sobre nuestra realidad política es, en sí misma, un espantoso despropósito. Pero si la ponemos en consonancia con algún dato tan objetivo como revelador (más del setenta por ciento de los niños niñas que componen la población escolar de primaria son de confesión musulmana), es, sencillamente, un planteamiento suicida. ¿Queda en Ceuta alguien (normal) que siga pensando que el futuro de nuestra Ciudad puede sostenerse sobre un régimen de “apartheid de baja intensidad”? Los profetas de la nostalgia utópica son enemigos irreconciliables de la Ceuta real. Y pueden hacer mucho daño.
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