Hace años, Almuzara editó un libro titulado Los belenes de Córdoba, conjunto de artículos, escritos por historiadores y especialistas en el tema, cuyos textos se acompañaban de ilustraciones -grabados y fotografías- que testimoniaban la singularidad de estos monumentos, con gran arraigo en Andalucía y donde se siguen exponiendo con múltiples variantes, dentro de la artesanía popular. En muchas ocasiones, incluso hasta pueden llegar a rozar los límites estéticos como auténticas obras de arte.
Tradicionalmente, los belenes solían construirse, no sólo en iglesias y conventos, también en palacios y casas particulares. Obligado estoy a citar el de mi amigo, Antonio Garrido Aranda, otro caballa de pro, en su domicilio cerca de la Plaza de la Corredera.
Ya sabemos que con los belenes lo que se pretende es la reconstrucción del lugar donde la leyenda ubica el nacimiento de Jesús, dándose paso a la imaginación y mostrándonos toda una geografía bíblica, disparatada un tanto y diferente de aquella que fue el escenario del parto de María: cascadas y ríos de papel de plata; montañas y riscos hechos de cartones, maderas y sacos viejos; desfiladeros con pasos inaccesibles y valles y veredas donde camina un cortejo de personajes variopinto: nobles, plebeyos, magos orientales y pastores... todos a la búsqueda de un lugar inhóspito, un abrevadero que ya debieron utilizar los ‘sin techo’ de entonces, pues corrían rumores que allí, en un pesebre de las afueras de Belén, había nacido, nada menos que el Mesías, el hijo de Dios. El mismísimo Dios. Un relato que en estas fiestas se transforma en casi ingenuo teatrito infantil, de factura tosca, aunque en los llamados ‘Belenes napolitanos’ alcanzan cortas de sublime belleza. Como sean, lo que es indiscutible es verlos o participar en sus montajes, pues conllevan experiencias sentimentales inolvidables que permanecen en cada uno de nosotros, formando parte de los llamados años felices de nuestra infancia.
Pues bien, alternando el ‘belén andaluz’ con el de cierta reminiscencia barroca, Pablo garcía Baena, el poeta del Grupo Cántico, y Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1984), solía asombrarnos cada año con lo que siempre consideró como una ‘auténtica poesía visual’. De ahí que, desde que cambiase de domicilio y se fuese a Obispo Fitero, calle muy cerca de donde vivió mi familia, su casa se convirtiera en un santuario del buen gusto, motivo de peregrinaje de gran parte de los líricos del parnaso español.
Allí los esperaba siempre el poeta, con una copita de anís Machaquito (nada más cordobés) y pastelitos de Rute o de la Despensa de Palacio. Hasta en esta invitación, la gentileza de Pablo desprendía una elegancia supina, propia de todo un cónsul de la Hispania romana. Claro que esto le exigía al visitante respetar la norma: concertar estrictamente día y hora. no era capricho de un esteta diletante, sino la condición para que el escritor crease una atmósfera propia de una colegiata, a tono con el espectáculo a ver.
Sucedió que, aproximándose la Nochebuena del 2016, la Comisión Asesora del Centro Andaluz de las letras, del que Pablo fuer director honorífico, se acordó celebrar la reunión anual en Córdoba. Por eso, al acabar el ‘almuerzo de empresa’, como lo calificó Luis García Montero, se acordó que no podíamos abandonar la ciudad sin ser espectadores de lo que García Baena tenía preparado para esa Navidad. Y hasta su casa nos dirigimos como otros pastorcillos al encuentro del Misterio. El acceso no fue inmediato. Había que esperar en el zaguán: “Está creando la atmósfera”, advirtió Ana Rossetti. En efecto, en ello estaba Pablo. Y al fin, cuando el portalón se abrió, pudimos comprobar como una niebla densa nos envolvía, ascendiendo por las escaleras camino de la azotea, toda una nube de aromas que se confundían entre sí: tomillo, espliego, romero... y el significativo incienso que pretendía imponerse a los demás, en aquel sagrario sin eucaristía. Rafael de Cózar -Fito-, puso la nota chistosa: “¿No notáis cierto halo a hachís? ¿... o es de marihuana?”. La risa dio paso al asombro. Despejada la humareda, comenzó a oirse, algo lejano, un coro monjil que entonaba villancicos “a lo divino”. Era el equipo musical de Pablo, oculto tras un biombo pintado por el poeta.Y apareció, entonces, aquel tabernáculo, envuelto en multitud de ramajes, traídos de la Sierra. Lo cubrían todo, menos lo que servía de telón de fondo; uno de los tapices, también bordado por García Baena.
Allí estaba el Belén solemne , propio de una Capilla real. Lo había ideado en esta ocasión como una estructura escalonada, con plataformas a distintas alturas. Escena y objetos se esparcían por todas partes. Aquello se ajustaba, evidentemente, a un guión. No había improvisación. Volvía Pablo a servirse de lo que en él era una constante: los textos bíblicos y los cancioneros medievales, la misma inspiración que para sus hermosos reposteros.
En el centro de la escena, María Coronada, a la manera de una Dolorosa, sosteniendo entre sus brazos a un niño, envuelto con un trozo de tisú dorado. De pie, admirando la apoteosis, José, de rostro enjuto, algo malhumorado, parecía hacernos partícipe de la confusión que en e´l reinaba. Era la personificación de la duda, la que transmitía el arranque del “Auto del nacimiento”, cuanto el carpintero, dirigiéndose a los espectadores, exclamaba con desesperación lo de : “Oh, viejo desesperado... negra dicha fue la mía... el casarme con María”. El adulterio de la esposa flotaba en el ambiente.
Abandonamos el lugar. En la retina de todos, persistía aquella parafernalia que nos había dejado sin palabras. Mitad teología, mitad literatura. Pablo volvía a lograr un “cuadro” y en él, un ejercicio de sincretismo. Todas las artes se había unido. Eso solo lo consiguen los espíritus sensibles. Y García Baena dio, en su vida, buena muestra de ello. La Navidad cordobesa, sin él, ya no será la misma.
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