Opinión

La vieja dama ha vuelto otra vez

La vieja dama, como el personaje del suizo Durremard, ha regresado de nuevo. La vieja dama no es otra que la muerte. En años bisiestos, y el actual lo es, suele aparecer casi por sorpresa. Lo hace con mayores ansias de venganza y destrucción. Suelen verla, deambulando por pueblos y campos como aquella “mujer Alta” , del granadino Alarcón, de la cual aseguran que sigue paseando de noche por los recovecos tetuaníes, al acecho de sus presas.

Nuestra vieja dama, siempre llega acompañada de cataclismos: terremotos, tsunamis, volcanes que se despiertan y riachuelos que se mantienen secos, pero que de la noche a la mañana, se transforman en pequeños océanos. De seguro que este volver de la anciana en estos días, otra vez quedará en los anales del catastrofismo. Algo de esto lo anunciaba el profeta Muhammad, cuando habló del Yawn alQiyana, o cosas que sucederán antes del Juicio Final. Es como si los caballos apocalípticos de un dios iracundo, mensajeros de males, se hubieran desbandado, sembrando desgracias por donde pasaran. De nada de esto, nadie sabe a quién culpar, ni a quién se le ocurriría invitar a la misteriosa mujer. Lo cierto es que, esta vez, todavía sigue con nosotros, sin que se sepa cuándo será su partida.

¿Estaremos ante el final del mundo, ese fin de fiesta con el que han venido amenazándonos los talibanes de todas las religiones? Con toda probabilidad, volveremos a leer a San Juan, Ezequiel o Isaías. Al menos, mientras sigamos recluidos en nuestras casas, ahora convertidas en zenobios de clausura. Seimpone la literatura de los visionarios.

Algo parecido, debieron pensar los que, a lo largo de la historia, se encontraron y padecieron otras pandemias como la actual; o aquella “peste negra”, de 1348, cuando Europa se vio cercada por la bubónica que, también como el “coronavirus”, llegó de la lejana Asia. La transportaron galeras cargadas con las mercaderías destinadas a satisfacer una sociedad que se había acostumbrado a la opulencia de la vida muelle y, en consecuencia, al despilfarro y a la corrupción. Lo dejó escrito el poeta galo Machaut: “Fue cuando Dios hizo salir a la muerte de su jaula, llena de locura y de rabia, tan hambrienta que nada conseguía saciarla”. Aquellos barcos, primero recalaron en Constantinopla, de allí, pasaron a Sicilia, más tarde a Marsella, que fue la puerta por donde penetró la epidemia bubónica en Francia y a la totalidad del continente. La pandemia estaba servida.

“De vez en cuando, los dioses juegan con sus criaturas como si fuésemos pompas de jabón” escribió el de Moguer

La “peste” que, desde entonces, sirvió como denominación genérica para calificar cualquier calamidad, afectó a las grandes urbes; las que ofertaban falsos espejismos de trabajos a cientos de emigrantes, procedentes de zonas rurales que, al hacinarse en las ciudades, agravaban más los muchos problemas para subsistir. Ellos, todo un ejército de harapientos indigentes, fueron los que aligeraron el contagio de las enfermedades, derivadas de una hambruna, madre de la mendicidad incontrolable. La misma Florencia, rica capital de la Toscana, la de los Médicis; y la de una burguesía opulenta, como la judía, dedicada al prestamismo usurero, vio mermada su población, pues de cien mil almas, quedo en menos de cuarenta mil,

La epidemia de octubre, de 1347, llegó con el sigilo de un ladrón. Como en sus comienzos, se desconocía lo que pudo ocasionarla, proliferaron las más raras hipótesis, mientras los muertos se acumulaban en fosas comunes, unos encima de otros, separados por finas capas de tierra, “tal como se hace la lasaña, pasta y queso”. Así lo describía con cierta sorna un tal Corpo Stefani, pese a lo cual, los perros los desenterraban y se los comían.

Dios y el lujo, estuvieron en la diana de los dardos sobre los que hacían recaer las causas de tanta desesperación. Dante arremetió contra los que detentaban el poder, proveniente de la riqueza mal lograda, y en la “Divina Comedia” (“infierno”, XVI, 73-75) dice: “La nueva gente y las súbitas ganancias, orgullo y desmesura, han logrado, Florencia, en tí, tanto que ya te plañes”; y Petrarca escribía a un amigo: “¡Merecemos este castigo y mucho más, no lo niego!, pero no lo merecen nuestro mayores y ¡Dios quiera que tampoco lo merezca la posteridad!.

Pero las epidemias, del tipo que fuesen, se han venido sucediendo en la diacronía histórica. Con ellas, tambiénlos miedos creados a su alrededor. La reacción, casi siempre, se ha centrado en la indignación de un Dios que se venga, castigando al hombre de un modo cruel. “De vez en cuando, los dioses juegan con sus criaturas como si fuésemos pompas de jabón”, escribió el de Moguer. Hoy, también, los que creen, continúan sin explicarse por qué esta mortandad ha sido la respuesta al sufrimiento que impone un enemigo invisible. Y en el límite de este tipo de reflexión, habría que ubicar, por raro que nos parezca, la actitud, ya señalada, de Dante y Petrarca, catalogados como los hombres nuevos del Humanismo, una era, nueva, como fue la del Renacimiento. Extraña postura de ambos poetas pues parece estar más acorde con los flagelantes del medioevo, sintiéndose obligados a fustigarse para no permanecer marginados de la culpa colectiva.

No fue así la del tercer nombre del terceto, Bocaccio, que con su “Decameròn”, nos ha dado toda una lección vitalista, teñida de fuerte erotismo. Sus cuentos son tablas donde agarrarse para poder salvarse del naufragio. Bocaccio, digámoslo sin más, se distingue de sus contemporáneos, no buscando en la flagelación ni en los rezos, el arrepentimiento público. Su tesis es que, en momentos plenos de desesperanza, como es una pandemia, aboga por el goce de todas las satisfacciones, por muy transgresoras que parezcan. Bocaccio fue el abanderado de una cultura laica, luchando abiertamente contra la teocracia tiránica, haciendo del lema “carpe diem” (goza todo lo que pueda), esa consigna que impregnan a los siete personajes de los apólogos, que acuerdan evadirse a una finca campestre en las afueras de Florencia, huyendo así de un contagio invencible y de una medicina que se mostraba, entonces, insuficente para guerrear contra la plaga. Ante este panorama es cuando Bocaccio se lanza ofertándonos el placer como la única fuerza consoladora.

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