Opinión

Una vida entera. In Memoriam: María Luisa Aranda Rubio (1916 – 2017)

Esto que leerán a continuación no es como lo que he publicado anteriormente en esta misma columna. No es un ensayo ni un relato. No trata sobre nada que uds. conozcan. No es ficción, pero tampoco es realidad. Al menos, no se trata de ‘la realidad’ universal, aunque debo decir que sí es ‘mi realidad’. Una realidad que no es uniforme ni discontinua, pero que se mantiene indeleble en el tiempo y en la memoria.
Es difícil precisar cuándo uno se da cuenta de que algo o alguien determina –o va a determinar- su vida. El momento exacto no existe, lo que existe más bien es la intuición de que se debe estar atento a un estímulo o a una voz. La voz de mi vida, sin lugar a dudas, es la de mi abuela María Luisa. Y lo es por muchas razones que no tiene sentido enumerar. Sobre todo, porque esas razones solamente me atañen a mí y, por consiguiente, si se externan, pierden su verdadero significado. Lo que importa es que las voces íntimas de mi vida van recobrando su sentido, su coherencia y magnitud, en un nido de profundidad insospechada que crece en mi interior y se alimenta, como si de una extraña placenta se tratara, de recuerdos en oleadas.
Esto me hace pensar en la música de Tōru Takemitsu, cuyo camino se traza así, en luminosas olas que aparecen y desaparecen con más silencio que sonido. Y, por puro azar o capricho del subconsciente, han venido a mi pluma –que son teclas de computadora- estos dos conceptos siameses: sonido y silencio. Ambos tienen que ver con mi oficio y han sido, igualmente, mi cotidianidad desde hace muchos años.
La persona que, de manera rotunda y primerísima, me dio orden y pensamiento frente a ellos fue –¡Oh, sorpresa!- María Luisa Aranda. Una mujer de monarquía, república y dictadura, y eso, aunque no se decida como tal, forja una identidad y un carácter. Muchas mujeres vivieron existencias anónimas y, en muchos casos, dolientes en aquellos años de agitación en una España en blanco y negro.
Ella se dedicó a lo suyo, es decir, a estudiar y a sacarle todo el jugo al piano. Ese mismo mueble-instrumento (un Görs & Kallmann de los años 20) en el que yo descubrí un mundo nuevo, dejando caer torpemente mis manitas en el teclado de marfil.
Al comienzo de la guerra civil, las hordas fascistas le arrebataron lo que más quería –su padre, Antonio- y se quedó sola con su madre, Enriqueta. Luego, en aquella posguerra gélida e interminable, tuvo a su hijo –mi padre-, al cual crio como pudo entre las constantes idas y venidas de los alumnos de piano que frecuentaban el hoy inexistente piso de la calle Galea 12 y los ejercicios de armonía por correspondencia que pacientemente corregía todas las noches a la luz de las velas.
Su capacidad de aguante y sacrificio no conoció límites y María Luisa aún tuvo tiempo de formar a generaciones de músicos en el Conservatorio de Ceuta y de ayudar y aconsejar a amigos, vecinos y colegas. Tras años de infaltables visitas a Córdoba (donde siempre nos traía los esperados juguetes de “Crisa”), se instaló por fin en un cuartito de la planta de arriba de nuestra casa, muy cerca de esa preciosa azotea roja y blanca.
A mí me tocó ser su fiel acompañante y casi confidente. Me relataba sus penurias y aventuras, siempre con un juicio férreo y sin vacilaciones de ninguna especie, mientras íbamos a misa o a la compra. Su mano y su brazo, fortísimo, cogido al mío más débil y, en ocasiones, desfalleciente. Su sentido del humor, ácido y españolísimo, hizo mella en mi espíritu juvenil y era, lo puedo asegurar, el contrapunto perfecto a las novelas de Julio Verne y los cómics de Tintín.
La relación con ella no siempre fue fácil, eso resulta obvio, pero las mejores enseñanzas a menudo son así: un cóctel de sabor agridulce que deja un cierto regusto, un poso que no se diluye jamás y que se reconoce como propio al pasar del tiempo. Que la quiero, la extraño y la pienso, está más claro que el agua.
Mucho de lo mío es suyo y me enorgullece poder decirlo. Esa sí es una razón que debo externar sin temor y que sigue manteniendo su significado, a pesar de todo lo vivido y lo variopinto de mi existencia posterior.
María Luisa Aranda Rubio fue lo que pudo y lo que quiso, sobre todo lo que debía ser tanto para ella como para los suyos. Un sentido y una sensibilidad, una ternura de otra época, una piel curtida, sabia, y una voz que no calla cuyo eco sigue sonando en una eternidad sin peros ni tiempos muertos. Gracias, abuela

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