Un conocido escritor ha hablado de los abusos que sufrió cuando era un niño. Leer sus declaraciones es espeluznante por la tortura del miedo, la incomprensión y la culpabilidad. Son una agonía para las víctimas los juicios por abusos sexuales y se habla poco de ellos porque la propia palabra atrayendo los recuerdos, los daña.
Si lo miramos desde una perspectiva alejada, parece que los colegios esconden entre sus muros muchos resquicios de violencia, acosos y oscurantismo. No sé si se han dado cuenta que hay un denominador común del agresor como alguien muy valorado en la sociedad en la que se mueve, con contacto estrecho con los niños y así mismo metido en mil actividades que lo acercan a ellos.
Les propongo una inmersión. Imaginen que tienen un crío de ocho años que les llega diciendo que en el colegio de sus amores la persona X abusa de él. Es SU colegio. Es ESE profesor que les cae tan bien, el que les reía todos los chistes, el que les decía que su hijo iba a llegar muy lejos. Miran ustedes la cara a su hijo para entender que sí, que su universo se ha hecho trizas entre sus lágrimas infantiles, haciéndoles sentir que son poco más que una bolsa de basura porque no han sido capaces de evitarlo. Empiezan las culpas…Qué hicieron mal para no darse cuenta. Recriminan al crío que no lo contara antes. El crío no entiende nada.
A él también le cogió por sorpresa que le hiciera eso. Es más, ha llegado a pensar que quizás lo alentó de cualquier modo o que cuando abusó de él, podía haber chillado más fuerte o haberle clavado con más ganas los dientes en la mano con que le atenazaba la boca. Están ustedes tan furiosos que solo piensan en partirle la cara, para que sufra una mínima parte de lo que ha tenido que sufrir su hijo. Con esa idea van -como un camión de diez toneladas- hacia la puerta, pero les para su mujer que llora como una niña pequeña. Se recogen los tres en un abrazo, porque saben que lo más difícil empieza justamente ahora.
Cuando lo denuncian, el Centro trata de ocultarlo. Les dicen que eso no puede ser y recogen velas porque es un negocio la educación-no se nos olvide- y las posibles indemnizaciones y el desprestigio es una pestilencia que se corre rápidamente. Los del Ampa les dicen que les apoyarán, otros padres crean una plataforma en Internet para proteger al docente del que tienen testimonios casi de santidad. En la puerta del colegio se forman todos los días piquetes para pedir que vuelvan a incorporar al profesor, porque creen que ha sido injustamente injuriado. Más de un día y más de dos, ellos se han descarado con los otros padres teniendo que acudir hasta la policía.
Finalmente, la Junta les cambia de colegio a otro barrio donde no conocen a nadie, pero que los miran de lado porque son los de caso de abuso del colegio ese que ha salido en la prensa. El juicio se alarga lo que la justicia camina. Cuando llega, el niño ha conseguido mantener un mínimo equilibrio mental gracias a mucho terapeuta y psicólogo. Ya estaba integrado en el nuevo colegio cuando la prensa vuelve a reabrir heridas, el crío lo revive todo y los estudios se van a la porra de nuevo. Llega el juicio con las declaraciones del profesor diciendo que todo fue producto de las casualidades, que es mentira o una enfermedad que le carcome el alma. Los acusados tienen derecho a mentir, a declarar lo que les dé la gana y a no inculparse jamás. Su abogado defensor se saca conejos de la chistera, palomas de la solapa y escupe como un ventilador a todo lo que se menea, intentando que el Titanic no naufrague.
El conocido escritor del que les hablaba al principio tiene hoy 50 años y aún recuerda en sus carnes como fue la tortura de convivir con un pederasta. Éste era un religioso que le daba clases de lengua, además de actividades deportivas donde aprovechaba para ejercer su oficio de maltratador de niños y asesino de futuros ajenos. Lo violó con ocho años en unas colonias infantiles, maltratándolo durante toda una noche donde lo maniató para facilitar el acceso carnal. Nunca se le juzgó, ni se hizo otra cosa que denunciarlo al Centro para que encima este profesor no fuera apartado, ni sancionado por su Orden. Ya no queda nada de aquel que fue un depredador sexual, más que un anciano decrépito que vive en una residencia de su Orden religiosa. En el escritor, en cambio, aún vive el niño de ocho años al que le arrebataron la felicidad de serlo.
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