Nacemos engañados porque somos expulsados a la vida, porque nuestra existencia es mecida entre engaños de ilusiones, de cuentos, de reyes magos, del ratoncito Pérez que nos chantajea para llevarse nuestro diente.
Somos príncipes destronados, adolescentes que vamos descubriendo aquel niño convertido en dudas, sabiendo que nuestros padres dejarán de cogernos en brazos, y arroparnos por la noche.
En el colegio nos hablan de la paz engañada, del engaño de la solidaridad, de la mentira de la justicia.
En el instituto andamos por caminos peligrosos, por acosos silenciados. Contenemos lágrimas porque nadie acepta que sean públicas. Buscamos huecos: independencia económica, una casa, una pareja, un trabajo, unos compañeros... pero sin engaño nada funcionará nunca. Todo tiene un precio y las monedas son los cientos de engaños que se cotizan en bolsa.
La prensa nos engaña, los bulos, la realidad fingida, la risa preparada, el apretón de manos, el buenos días, el te acompaño en el sentimiento: laberintos de engaños, de trampas, de máscaras, de trileros, de timadores profesionales.
Tenemos que aprender a engañar para sobrevivir: te quiero mucho, te iba a llamar, tenemos que quedar a tomar un café, no sabes lo que te echo de menos, aquí tienes tu casa, estás más delgado. El engaño nos maneja como títeres, como seres adiestrados, como loros que memorizan su discurso.
Envejecemos y nos siguen engañando: no te quejes, deberías estar contento, no será para tanto, no tienes ningún motivo para estar triste, ya verás qué comodo es el colchón antiescaras, es un lujo poder ir en silla de ruedas, estos pañales son una maravilla.
Todos a una planean un engaño detrás de otro. Y llega la muerte besándonos con el engaño de la vida eterna, del paraíso, de la resurrección. Y engañados volvemos a la nada, retornamos a ningún sitio, habitamos en ningún lugar.
Hoy alguien que no conozco me dijo que estaba enamorado de mí.