De entre las páginas de Spider-Man, obviamente hablamos de cómics, surgió del peculiar cerebro de popular Todd McFarlane un golpe de suerte con forma de alielígena muy parecido al disfraz del enmascarado arácnido, pero en negro y con peligrosa voluntad propia. A priori se trataba de una historia un tanto extravagante, pero el hecho fue que la personalidad del nuevo villano de Marvel, descontrolado y peligroso, captó adeptos a cascoporro, llegando a ser legión de fans, con intervenciones muy diversas como secundario de lujo y posteriormente una muy extensa serie propia. Tan célebre llegó a ser, que los guionistas de la casa tuvieron que darle el giro de tuerca de convertirlo en bienhechor, desligarlo de Spider-Man, y pasarlo por cuenta propia al aburrido bando de los superhéroes, colocando a su “vástago”, Matanza (alias Carnage en inglés) como el nuevo antagonista desquiciado, más loco que una cabra y peligroso asesino que atrapar.
Luego llegó la película, claro está, y ahora la sociedad Marvel-Sony (esta última apura el tiempo que le queda de tener los derechos del sello Spider-Man), saca una segunda entrega en la que Veneno y Matanza se enfrentan cara a cara, y como pueden imaginarse, el argumento no va mucho más allá de la presentación del origen del villano, chascarrillos múltiples y tortas para dar y tomar con la mayor espectacularidad que un presupuestazo dedicado a efectos visuales y de sonido puedan comprar. Efectivo, poco arriesgado, adrenalínico, y olvidable.
El asunto es que, en una cartelera desde hace años saturada del género, se antoja necesario un toque de originalidad que te de la sensación de no estar viendo una y otra vez lo mismo, y el espectador empieza a no conformarse con otra ración de historia más simple que un botijo y tipos dando y puliendo cera.
La gracia de este proyecto, encabezado el elenco por Tom Hardy (Veneno) y Woody Harrelson (Matanza), se encuentra en las intensas y descacharrantes conversaciones entre el huésped humano y el traje alienígena, en algunos casos con bastante chispa de humor que realmente se agradece, pero cuando la acción, nunca mejor usada la palabra, se entrega al despiporre pirotécnico y la linealidad más superficial, uno empieza a alegrarse de que el metraje no llegue siquiera a la hora y media. No cuela el intento de sentirse orgullosos de la simpleza, de no hacer carburar las neuronas del personal. Mal favor le hace a la primera entrega de 2018 la afirmación de que, con todo lo mencionado, esta segunda parte la supera en interés…