Cobijados bajo el amparo de un manto negro como el betún, o acomodados en un matacán desde el que todo lo que se observa se muestra con chispeantes luces de colores y donde el ambiente que fluye por al mismo es tan puro como el del Paraíso, decenas de escritores, pensadores, filósofos, analistas o periodistas de España (y en realidad de medio mundo, pues se trata de una epidemia generalizada en las sociedades de países desarrollados) han optado por tomar en los últimos años, acaso lustros, el rumbo que marca únicamente el interés propio, en detrimento por ende del común, en una especie de exilio voluntario y de infame ‘sálvese quien pueda’.
Apenas se puede advertir en una sociedad peor manifestación de podredumbre y miseria intelectual, moral, ética e incluso humana, que la dimisión voluntaria, vil, hipócrita, cobarde e interesada de la figura del hombre capaz, del excelente escritor, del sensato y perspicaz analista, del intelectual y, en definitiva, de la eminencia en el campo de las Humanidades, figuras todas ellas que vertebran a las sociedades, dotan de sentido a las gentes, crean los lazos de identidad más fuertes entre pueblos, porque mantienen vivo el fuego de la lengua y de la inquietud intelectual, y hacen que tenga validez la razón de ser de una nación dotándola además de los mimbres necesarios para afrontar con las mejores garantías el presente y el futuro.
Poniendo a salvo decorosas y excelentes excepciones, España es hoy en día un país en el que, más allá de la feroz crisis económica que azota a todos los sectores y hunde en la pobreza a un elevado número de ciudadanos y en la depresión al porcentaje restante, se erige un mal aún mayor, pues su esencia tiene que ver con la forma pero sobre todo con el fondo, siendo éste de profundas, acaso infinitas, dimensiones: la falta de implicación cultural de la clase instruida.
A una sociedad dormida, sin aptitudes ni apetito por aprender, cercana al analfabetismo, se le suma una esfera intelectual acomodada, movida sólo por impulsos oscuros que ocultan la luz del interés propio, una circunstancia que choca de manera frontal con la propia esencia del pensador pues hay (o debiera haber) en el propio oficio un pacto invisible que obliga a los hombres de Letras, y máxime a los primeras espadas, pues su profundidad de pensamiento y su radio de acción es mayor, a tomar parte de la ‘cosa pública’, a elevar opiniones fundamentadas en los temas trascendentales que marcan el rumbo de un país, proponer ideas, perseguir soluciones mediante teorías, denunciar los abusos, desnudar al demagogo y, en definitiva, a contribuir moral, ética y culturalmente en la vida y desarrollo de una nación.
Si el silencio de un escritor ante proclamas, atentados y coacciones terroristas, irrupciones populistas de índole política, abusos sociales, latrocinios generalizados y atropellos en el campo de la Cultura y la Educación sobrepasa la frontera del lícito derecho a permanecer en un segundo plano, la ocasional manifestación pública es simplemente admisible, la firme, valiente, leal e infatigable lucha porque triunfen los principios democráticos y liberales en detrimento de regímenes dictatoriales, repúblicas payasas y demás sistemas nocivos, es un ejercicio que no por lógico, coherente y normal, deja de ser digno de admiración.
El ejemplo más ilustre de pensador comprometido con su tiempo, con los principios de igualdad, libertad y justicia que no siempre prevalecen en las sociedades actuales, ni siquiera en naciones con larga tradición democrática, lo encontramos en Mario Vargas Llosa, presente en Ceuta para recoger esta noche el Premio Convivencia que le fuera otorgado a finales de mayo pasado.
Escritor fabuloso, capaz de inventar mundos dentro del mundo de la realidad y fiel a una encomiable capacidad de crítica, simbiosis presente en toda su obra y vida, Vargas Llosa es un escribidor que, incluso por encima de su compromiso de vertebrar y contar historias bajo la arquitectura de una literatura perfecta y preciosa, eleva hasta las mayores cotas posibles su inquebrantable lealtad hacia la defensa pública de los valores de la libertad, la democracia, la igualdad y la justicia, palabras y conceptos que abriga con profundos argumentos, valerosa valentía y una singular brillantez que le hacen un genio eterno.
Una actitud consecuente que no siempre, o más bien casi nunca, ha sido no ya asimilada sino ni tan siquiera respetada por aquellos dictadores, hombres fuertes, caudillos sanguinarios, socialistas de pacotilla y políticos vendedores de humo populista contra los que el Premio Nobel ha disparado sin piedad las balas que más duelen, la de las palabras, por la sencilla razón de que la verdad nunca es, y nunca será, aceptada por los miserables de América Latina, de Europa, de África, de Asia, de ayer y de hoy.
Comprometido con esos valores a partir de los cuales nacen, crecen, se fortalecen y avanzan hacia el desarrollo los países y sus sociedades, Vargas Llosa nunca elude elevar una opinión sobre asuntos de suma importancia, no mira para otro lado, ni responde con doble moral ni tampoco se abraza al faro más luminoso sino que allá adonde vaya y sea preguntado por cuestiones económicas, políticas, culturales, religiosas o sociales siempre contesta, sienta cátedra y se muestra firme en su convicción, esa que le hace ser dueño de la mejor manera que existe para combatir a los infames y antidemócratas gobernantes mostrándose asimismo abierto a escuchar todas aquellas opiniones y doctrinas encuadradas dentro del infinito marco que otorga siempre y por doquier la libertad absoluta de pensamiento y de obra .