Opinión

Valores Ecoéticos

A muchos ceutíes nos preocupa y nos duele la deriva que ha tomado nuestra ciudad. Hace mucho tiempo que esta nave, llamada Ceuta, sigue un rumbo errático y peligroso. Ahora que vemos de cerca los arrecifes hacia los que nos dirigimos sin ser capaces de maniobrar es cuando a la tripulación y al pasaje les está entrando el pánico. Durante muchas décadas hemos ejercido una presión desmesurada sobre un territorio pequeño, frágil y de enormes valores patrimoniales. Las costuras están saltando y resulta muy difícil distender las presiones que actúan tanto desde dentro, como desde fuera.  El centro del huracán, siguiendo la metáfora utilizada por Juan Luis Aróstegui en su colaboración de esta semana, se encuentra en la economía local. Nuestro mercado laboral muestra un gran desequilibrio entre el sector privado y el público. Este último supera en número de trabajadores a las empresas privadas, algo que no ocurre en ningún otra lugar de España, excepto en la ciudad hermana de Melilla.

Si ahondamos algo más en la cuestión habría que diferenciar entre funcionarios dependientes de la Administración General del Estado y los de la Ciudad Autónoma de Ceuta. Las nóminas de los primeros salen de los presupuestos generales del Estado, mientras que los salarios de los autonómicos parten de las cuentas locales, a su vez nutridas, en parte, por las arcas estatales.  No obstante, el desaforado número de empleados públicos locales y sus elevados salarios no podría mantenerse sin los ingresos procedentes de los impuestos autonómicos. La Ciudad Autónoma de Ceuta, como organismo público, se ha convertido en un gigante que requiere para su mantenimiento ingentes cantidades de dinero. Es lo más parecido a un dinosauro que depende para su subsistencia de un enorme consumo de recursos económicos. Se mueve con la lentitud de los desaparecidos animales del cretáceo y no deja que otras especies más pequeñas, como las empresas privadas o los autónomos, puedan alimentarse y sobrevivir. La única esperanza para muchos es convertirse en una célula más de este monstruo burocrático o adherirse como un parasito a esta descomunal megamáquina.

Además del aludido problema de la fuerte presión ejercida sobre el territorio por una población endógena y exógena cada día más numerosa y de la delicada cuestión económica a las que nos hemos referido en el párrafo anterior, Ceuta se enfrenta, como consecuencia de ambas cuestiones, a un gran problema de orden identitario y social. Puede que en estos momentos de zozobra económica, de descontrol fronterizo e inseguridad ciudadana, la cuestión identitaria haya quedado relegada a un puesto secundario en la preocupación de los ceutíes, pero sigue allí sin que pocos se ocupen de reflexionar sobre ella. La diversidad, sin lugar a dudas, puede ser enriquecedora y beneficiosa, pero ésta tiene que conjugarse con la comunicación sincera, la cooperación generosa y la comunión fraternal entre todos los miembros del cuerpo cívico. Estos tres atributos esenciales de la sociedad humana dependen para su puesta en práctica de una serie de símbolos comunes  y valores que aportan sentido y significado  a la vida.

La emergente ecosofía, postulada por autores como Henryk Skolimowski en su libro, de reciente edición, “Filosofía vida” (editorial Atalanta, 2017) enumera y describe los valores de la ecosofía y consecuente ecoética. Entre ellos cita a la reverencia a la vida; la responsabilidad por nuestra vida y por el cosmos entero; la austeridad, -que nos invita a “vivir una vida rica en fines pero valiéndonos de unos medios modestos”-; la búsqueda de la sabiduría; y la autorrealización. Estos valores deben ser inculcados en el ámbito educativo y social para lo que es necesario, como paso previo, que las autoridades revisen su cosmovisión de la vida y el cosmos y, en consecuencia, implementen un nuevo modelo educativo. No podemos pretender que los ciudadanos reverencien la vida cuando desde pequeños los aislamos de la naturaleza encerrándolos entre cuatro paredes. Los alumnos aplicados adquieren muchos conocimientos abstractos y ciertas destrezas tecnológicas, pero ignoran las leyes fundamentales de la vida y crecen sin haber despertado sus sentidos ni haber vivido experiencias significativas en contacto con la naturaleza. El resultado es una conducta muchas veces egoísta, individualista y competitiva que no contribuye en nada al adecuado desarrollo de nuestras sociedades. El aludido egoísmo e individualismo llevan al despilfarro,  a la destrucción de la tierra y a la falta de responsabilidad por nuestra propia salud y el de las generaciones venideras.

En el ámbito del pensamiento la sociedad actual no promueve la ambición espiritual ni intelectual. Confundimos inteligencia con sabiduría. Inteligente es el que sabe elegir los medios, mientras sabio es aquel capacitado para seleccionar los fines. En la situación actual del mundo necesitamos combinar ambas capacidades, dando prioridad a la sabiduría, es decir, a la correcta selección de nuestros fines vitales.

Llegamos así al último de los valores básicos de la ecosofía planteada por Henryk Skolimowski: la posibilidad de la autorrealización personal. Para hacerla posible el requisito fundamental es la libertad de pensamiento y acción. Por desgracia, la mayor parte de las religiones monoteístas, cuyo principal objetivo debía ser la plena realización espiritual, han establecido férreas doctrinas que coartan la libertad individual en el campo político, económico, intelectual y expresivo. Las más afectadas por esta restricción de la libertad individual en el plano espiritual, intelectual y cívico son las mujeres. Estamos convencidos de que buena parte de los problemas que afectan a la humanidad parten del dominante sistema patriarcal de pensamiento y acción social, económica y política.

Necesitamos de manera urgente una reconciliación entre los principios masculinos y femeninos. Durante buena parte de la historia de la humanidad, aquella en la que las principales divinidades eran femeninas, la naturaleza, -y todas las criaturas que albergaba-, era considerada sagrada.

No existía la artificial distinción actual entre espíritu y naturaleza, mente y materia o alma y cuerpo. Con el paso del tiempo, y la derrocación simbólica de la Gran Diosa, hemos asistido a la retirada gradual de la participación de la humanidad en la naturaleza. Urge, por tanto, la reunión de estos pares de opuestos a los que hemos aludido con anterioridad trascendiendo, como argumentan Anne Baring y Jules Cashford (“El mito de la diosa”), las categorías opuestas de espíritu y naturaleza, mente y materia, pensamiento y sentimiento, así como debemos insistir en la importancia de hacer que se desvanezcan las fronteras entre nuestro país, nuestra raza, nuestras costumbres, y las del otro. Importa poco si nos ponemos un pañuelo en el pelo o lo llevamos suelto, si comemos cerdo o no, si celebramos la Navidad o el Ramadán, lo importante es que amemos la vida, que la abracemos y reverenciemos; que actuemos con responsabilidad individual y colectiva en el trato que hagamos de los recursos naturales y culturales que hemos heredado y debemos legar a las generaciones venideras; que vivamos con austeridad material y riqueza espiritual; que busquemos la sabiduría y dejemos atrás la ignorancia; y, sobre todo, que todos tengamos las mismas posibilidades y la misma libertad para llegar a ser lo que somos y cumplir con nuestro destino vital, sea el que sea.

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