Opinión

Valle de Alcudia

Los libros de viaje -continuando una tradición seguida por los autores del 98: especialmente Unamuno, Azorín, Eugenio Noel, Ciro Bayo…- fue un género muy cultivado en la posguerra; sobre todo, a partir del Viaje a la Alcarria (1948), de Camilo José Cela. La obra que inaugura este género, según los historiadores, en la literatura española es la Embajada a Tamorlán (1582), de Ruy González de Clavijo.

Recordemos algunos de estos títulos: Las Hurdes, tierra sin tierra, de Víctor Chamorro; Campos de Níjar, de Juan Goytisolo; Viaje por la sierra de Ayllón, de Jorge Ferrer-Vidal; Tierra mal bautizada, de Jesús Torbado; Por el río abajo, de Grosso y López Salinas; Caminos de la Mancha, de José Antonio Vizcaíno; Viaje al Rincón de Ademuz, de Francisco Candel; Orillas del Órbigo, de Antonio Colinas, entre otros muchos; pero, aun así, no son pocas las comarcas o territorios no hollados literariamente por ninguno de nuestros escritores. Eso acontecía hasta hace algo más de medio siglo con nuestro vecino -este sí es propiamente un valle, no los Pedroches- Valle de Alcudia.

Publicado en 1967 por la desaparecida Alfaguara de Cela, Valle de Alcudia fue un libro inencontrable hasta hace poco en que la Diputación Provincial de Ciudad Real, en su colección Biblioteca de Autores Manchegos, en 2015 concretamente, publicó la segunda edición, ya agotada; Ediciones Puertollano, en 2022 editó la tercera, que imagino -para los lectores interesados- aún se podrá fácilmente conseguir.


Adquirido, en su primera edición, en el dominical mercadillo de libros de lance de la plaza Redonda de Valencia, el texto trata de un viaje a pie por la comarca (unos doscientos kilómetros), que, como es sabido, aparece al principio del Rinconete y Cortadillo, de Cervantes: “Aunque la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del verano se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de catorce o quince años…”.

Aunque a lo largo del texto no se aclara, según la reseña de la segunda edición aparecida en el diario Lanza de Ciudad Real, el viaje fue realizado durante la Semana Santa de 1962.

En el libro, como vehículo de información, predomina el diálogo, salteado por breves descripciones azorinianas del paisaje:

“El cortijo de Cirilo, como la mayor parte de los del valle, se alza sobre un alcor. La senda desciende hasta una pradera de jugosa hierba donde se hunden los pies y las botas se cubren con el polvo amarillo de las magarzas. Luego cruza un riachuelo por un gallipuente cubierto de tierra y sube el repecho final hacia la casa”.

“La trocha discurre entre cerrajones y riscales. Por las quebradas fluyen rozas y arroyos en busca del Montoro. En las laderas el matorral -tomillo, romero, cantueso y espliego- ha desplazado a la hierba. Más adelante el monte se embravece y aparece cubierto de jaras y retamas”.

Es de destacar, sobre todo, la abundancia de léxico rural: bonales, posío, chabana, názuras, burrero, torruca, sablera, pelluelas, mesto, ticera, bauzada, morenero, gallipuerta, negrizal…

Como suele ser habitual en este género, el libro encierra, más o menos acentuado, un valor testimonial de carácter crítico:

Sobre el absentismo: “(La mayor parte del término municipal) está en manos de grandes propietarios, que, además, no son del lugar y no se preocupan de la gente”. “El ama está en Madrid y lleva ya once años sin venir por aquí”. “La mayoría de los propietarios del valle de Alcudia viven lejos y los guardas se encargan de llevar la administración de los quintos”.

Sobre los intermediarios: “Quien consume la carne la paga cara (…). Pero nosotros no ganamos casi nada. Los beneficios se los llevan los intermediarios”.

Sobre la dureza de la vida y las míseras retribuciones:

“-De los pastores no se pueden contar más que fatigas”.

“-Trabajamos de sol a sol. Y por la noche, todavía hay que cuidar la yunta hasta cerca de las once. Y por la mañana levantarse temprano para lo mismo…”.

“Mirando las llamas, el gañán se siente arrastrado a la confidencia (…). Su voz es como un eco de otras voces que han ido acumulando en su ánimo tristeza, rabia, impotencia, coraje…”.

“Los carboneros callan y contemplan las llamas del hogaril. En su silencio y en la fija mirada parece acumularse amarga pesadumbre de siglos”.

“-Todas las ganancias son para los dueños. Solo necesitan cobrar mientras los arrendatarios pechan con todos los gastos”.

Los pastores trashumantes también dejan oír su queja: “-Los serranos arrastramos una vida muy triste. Siete meses solos en el campo, separados de la familia, lavando, guisando…”.

Sin olvidar el también abnegado trabajo de las mujeres:

“-(La tarea principal) es saber lo que vamos a comer. Muchas veces, cuando se agota la mesada, sin tiendas ni crédito, hay que salir a buscar cardillos y criadillas al campo para guisarlos con un poco de aceite”.

Y, riéndose, dijo una de ellas: “(…) trabajamos nosotras más que ellos (…) .Todos los días hay que arreglar el chozo, cuidar la lumbre, vigilar a los niños, hacer las comida, lavar la ropa… ¡Qué se habrán creído estos!”.

En fin, las palabras de Jovellanos, pese al tiempo transcurrido, no habían perdido su vigencia: “Los desdichados campesinos (…) llevan una vida de trabajo incesante y pesado. Trabajan hasta la vejez extrema, sin tener esperanza de ahorrar y luchando siempre con la pobreza”.

En aquellos años ya se empezaba a dar el fenómeno, por el libro de Sergio del Molino, conocido después como de la “España vacía”: la emigración tomaba ya proporciones masivas y la población quedaba reducida a la mitad: “Dentro de poco Alamillo -localidad aledaña a la comarca, de la que era natural uno de los autores- será un pueblo vacío y triste, habitado solo por niños, mujeres y viejos tomando el sol en las esquinas, perdidos en sus recuerdos, añorando los tiempos en que había trabajo para los hombres del campo en el valle de Alcudia”.

Por la desconfianza que, sobre todo, en la España rural de aquellos años -el recuerdo de los maquis, “los de la sierra”, aunque lejanamente, aún estaba presente en los paisanos- producía un par de forasteros, a pie, recorriendo el territorio hizo que la Guardia Civil, en varias ocasiones, les pidiera la documentación; y, en Cabezarrubias, además, después de haberse producido días antes, el atraco a un minero que regresaba andando al pueblo desde Puertollano, un prepotente alcalde los hizo llamar al Ayuntamiento para preguntarles, de muy malas maneras, qué les llevaba allí.

Entre los asuntos, según le informaron al monterilla, que iba a tratar el libro que proyectaban escribir estaban “las costumbres, la historia, la geografía…” de la comarca; pero, sorprendentemente, en lo tocante a la segunda, al llegar al río Alcudia, no refieren nada sobre la catástrofe ferroviaria ocurrida en aquel lugar el 27 de abril de 1884: sobre el río -entre Chillón y Almadenejos- se levantaba un puente de fábrica, con gruesos estribos y pilas, que tenía una longitud de noventa metros, repartidos en tres tramos metálicos, sobre el que pasaba la línea férrea Ciudad Real-Badajoz; a las cuatro de la madrugada del citado día, provocado por la aserradura de la vía a la altura del kilómetro 276, así como por el derribo de varios postes de telégrafo, descarriló un tren que venía de la estación de Chillón -además de con algunos vagones con ovejas- ocupado en su mayoría por soldados de los regimientos de infantería Castilla y Granada. El río, normalmente de escaso caudal, debido a las recientes lluvias bajaba muy crecido. El desastre se cobró la vida de cincuenta y siete militares y dos civiles, fallecidos muchos de ellos por ahogamiento o que perecieron al caer. Hubo también cincuenta y seis heridos que fueron trasladados, los dos más críticos, al hospital de Almadén; y los demás, a Almadenejos.

Los peritos concluyeron tras su investigación, como no era muy difícil suponer, que todo había sido debido a un sabotaje, extrañamente, nunca reivindicado. Fue el mayor desastre ferroviario ocurrido en España hasta la fecha.

En el chozo donde fueron acogidos en Los Bonales, a petición de su mujer, el gañán hizo una pausa para sintonizar en la emisora municipal de Pozoblanco, La Voz de los Pedroches, un espacio dedicado a transmitir mensajes a los campesinos, pastores, carboneros… dispersos por los campos. Era un espacio en el que, como más de un lector recordará, se podían oír cosas tan chuscas como esta: “Se comunica a Rosalía (por ejemplo), en el cortijo tal o cual, que se prepare que esta tarde va el señorito”.

El libro, en la edición de Alfaguara, extrañamente, contra lo que suele ser normal en este tipo de publicaciones, carece de un mapa que ilustrara sobre el itinerario seguido por los autores. En la segunda y la tercera edición, de la Diputación Provincial de Ciudad Real y Ediciones Puertollano, como dijimos, respectivamente, sí figura.

Son un acierto, en cambio, las interesantes fotografías de chozos, paisanos, colmenas, ventas, fiestas, lavaderos…, hechas por Sanz.

Los autores

Vicente Romano (1935-2014). En 1954, con tan solo el bachillerato, como tantos otros, emigra para trabajar a la República Federal Alemana, donde coincide en Münster con el filósofo Manuel Sacristán, que lo anima a hacer estudios superiores, y, en particular, Comunicación, en la que se llegó a doctoral. Coincidió en clase con la posteriormente famosa terrorista Ulrike Meinhoff (una de las fundadoras de la banda Baader-Meinhoff).

Impartió numerosas conferencias o trabajó como profesor en Alemania, Francia, Estados Unidos, Canadá y Brasil.

Fue catedrático de Comunicación audiovisual en la Universidad Complutense de Madrid y en la de Sevilla.

Es autor de más de una docena de libros, entre los que figuran: La formación de la mentalidad sumisa, El tiempo y el espacio en la comunicación. La razón pervertida, Ecología de la comunicación, La intoxicación lingüística, El uso perverso de la lengua, Sociogénesis de las brujas. El origen de la discriminación de la mujer…

Fue también autor, entre muchas otras, de la hasta entonces tercera traducción completa al español de El Capital, de Carlos Marx, y, con Jesús López Pacheco, de Poemas y canciones, de Bertold Brech.

Fue asiduo visitante y luego residente, desde 1978 hasta la caída de Muro de Berlín, de la República Democrática Alemana.

Como curiosidad, hace años, a veces proveía a los amigos de la fenecida emisora municipal Radio Villanueva de textos que entendía apropiados para su lectura en el programa matinal; en una ocasión -creo que era por Navidades-, uno de los que seleccioné fue el capítulo “Pastores” del libro que comentamos y dio la casualidad de que Vicente Romano estaba en su pueblo, Alamillo, de vacaciones y oyó la lectura. Sorprendido y agradecido por ello, llamó a la emisora para ofrecerse, generoso, a dar una charla sobre su especialidad a los trabajadores de la misma, para lo que se desplazó al pueblo días después.

Fernando F. Sanz, madrileño de 1932, es periodista especializado en ferrocarriles. Aparte de numerosas colaboraciones en obras colectivas y artículos referidos al tema, sobre todo en El País, es autor, entre otras de las siguientes obras: La construcción de locomotoras de vapor en España, Viendo pasar los trenes e Historia de la tracción de vapor en España.

El libro Valle de Alcudia, escrito al alimón, como hemos visto, con Vicente Romano fue para ambos su primera obra publicada.

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