He dudado mucho si escribir, o no, este artículo. Hemos llegado a un punto en el que a nadie le importa conocer la verdad sobre lo que se ha dado en llamar el ‘caso Urbaser’. Es un fenómeno que se produce con cierta frecuencia. La dimensión mediática de un hecho desborda su naturaleza primigenia y adquiere vida propia. Tal es el caso.
En un momento del tiempo se concitan un editor de prensa sin escrúpulos, ávido de exhibir su capacidad de intimidación para seguir enchufado a la abundante caja pública; un funcionario despechado y muy relacionado con el anterior; y un político necesitado de una permanente autoafirmación para escapar de la marginalidad a la que le condena su insolvencia, una característica definitoria de esta nueva casta de políticos profesionales que carecen por completo de la más elemental preparación. La bochornosa mezcolanza germinó en una acusación al Gobierno de la Ciudad de malversación de fondos públicos por un importe superior a los 12 millones de euros. La imputación se produce en un ambiente enormemente receptivo para las denuncias de corrupción. Todas son creíbles. La ciudadanía se siente hastiada e indignada. Con razón. Nadie se salva. La impresión es que todos roban. Por ello, una vez hecha pública la denuncia, la opinión toma partido automáticamente, sin más análisis ni consideración sobre el fondo de un asunto que ya vuela por su cuenta. Se acusan unos a otros más por devoción o por intuición que por reflexión. Cuando esto sucede, el ruido no deja oír otra cosa que no suponga el alineamiento vociferante con alguno de los bandos formalmente constituidos. Cualquier intento de analizar las cosas desde la racionalidad se convierte en una sospecha. Por eso quizá este artículo carezca de sentido. No creo que interese a nadie. Todos tienen ya su posición bien consolidada como un prejuicio indestructible de aquellos a los que se refería Einstein. Pero quizá también por ese mismo motivo, me he terminado por animar a dejar por escrito mi opinión sobre el ‘caso Urbaser’. Puro capricho.
En primer lugar es preciso decir que el informe del técnico que sirve de base a la denuncia es un documento tan rudimentario e inconsistente que provoca una cierta vergüenza ajena. La aplicación de las reglas de aritmética básica (suma y resta) en una cuestión tan compleja, sin definir previamente el indispensable marco conceptual que imprima significado a las cifras, es un ejercicio de torpeza que invalida rotundamente sus conclusiones. Porque precisamente la clave del problema radica, no tanto en los números, como en las diversas interpretaciones económicas y jurídicas que se puedan hacer del contrato y de su ejecución. Por eso, el primer error del Gobierno se produce cuando asume públicamente la calidad del informe. Es un vicio ya lejano en el tiempo. No se entiende muy bien ese afán en sacralizar los “informes de los técnicos”. Los técnicos del Ayuntamiento, como cualquier otro colectivo, está integrado por excelentes profesionales, otros del montón, y otros horribles. Pondré un solo ejemplo. Según los informes técnicos, el mercado central de abastos, por el que transitan miles de personas diariamente, está en ruina inminente desde hace años.
El hecho denunciado consiste en que en la descomposición de los precios unitarios que figuran en el anexo del contrato, aparece como uno de sus elementos (debidamente valorado) la amortización de los equipos. El funcionario ha multiplicado esa cantidad (con sus respectivas actualizaciones) por todos los servicios prestados y facturados en los últimos 12 años y al resultado le ha restado el coste de la maquinaria y los vehículos, arrojando un saldo negativo en torno a 12 millones de euros. Dejando al margen los errores cometidos y por tanto la cantidad resultante (no se ha incluido el coste de financiación y no se ha calculado adecuadamente la revisión de precios), la diferencia se produce al haberse efectuado más servicios de los inicialmente previstos, lo que implica una amortización más rápida.
Antes de analizar el fondo de la cuestión, es preciso hacer algunas puntualizaciones que ayuden a comprender mejor el escenario.
Uno. El contrato es, realidad, una prórroga. La adjudicación del servicio tuvo lugar en 1992. Esta prórroga por diez años (antes del vencimiento), fue una imposición de la facción del GIL que se alió con el PP para promover el voto de censura que aupó a Juan Vivas a la Presidencia. Sin contrato no había votos. La empresa fijó unilateralmente las condiciones contractuales. Evidentemente, en beneficio propio. Algunos datos ilustran bien esta circunstancia. Los equipos se financiaban con un tipo de interés del 15 por ciento, algo razonable en1992, pero ilógico en 2001, y aberrante en 2012. El margen de beneficios se mantuvo en un escandaloso 15 por ciento (el 6 por ciento declarado como tal, al que se suma un eufemístico, indefinido e incontrolable nueve por ciento de “gastos generales”). Un agujero negro por el que nadie sabe lo que se ha podido colar (que cada cual piense lo que estime oportuno). La primera conclusión es que vamos a analizar un contrato desfasado, diseñado a medida de la empresa, plagado de contradicciones y, en algunos aspectos, claramente lesivo para los intereses municipales. Fue el peaje que Ceuta pagó para que Vivas fuera presidente.
Dos. El Gobierno de la Ciudad se ha distinguido, entre otras cosas, por su nulo interés en la fiscalización de los contratos de obras, suministros y servicios. En el caso que nos ocupa, baste con decir que ningún consejero del área de los últimos diez años ha leído nunca el contrato del servicio de limpieza. Jamás se han revisado los procedimientos ni los mecanismos de control. Todo funciona por inercia. El que llega hace “lo de siempre”. Nadie se pregunta ni cuestiona si las cosas se hacen bien, si se cumplen las condiciones del contrato. Incompetencia en estado puro. La segunda conclusión, es que se han producido innumerables y graves incumplimientos del contrato que han pasado absolutamente inadvertidos para los servicios municipales. Y es justo que de ello se deriven (y asuman) responsabilidades políticas.
Nos centraremos en la cuestión objeto de polémica. En primer lugar conviene separar los 12 años en dos periodos bien diferenciados. Los diez primeros años (vigencia del contrato) y los dos últimos en los que se materializaron sendas prórrogas. En estos dos últimos no cabe la menor duda de que se ha producido un pago indebido. Los vehículos tenían un plazo de amortización de diez años que coincidía con la duración del contrato. Una vez expirado este periodo se deberían haber revisado las condiciones (nuevos vehículos o menor precio). Se aplico el cómodo “como siempre” y se siguió pagando como si no pasara nada. Este hecho ya lo puso en conocimiento del Pleno el Grupo Caballas en 2011 a través de una interpelación que fue respondida por el Gobierno con balbuceantes evasivas. El daño es obvio y la responsabilidad política (rechazada en pleno por el PP) innegable.
La controversia surge en el modo en que se debe tratar el “concepto amortización” en el conjunto del contrato. Al respecto existen dos teorías.
Una. La interpretación que hace la empresa, y corroboran de manera implícita los órganos de gestión del Ayuntamiento, es que el contrato gira en torno a dos elementos esenciales: servicios y precios unitarios. El cumplimiento del contrato consiste en hacer los servicios convenidos y pagar por ellos el precio estipulado. Según este criterio, la descomposición de los precios unitarios, que figura en el anexo, tiene un mero valor estimatorio cuya finalidad es que la Administración pueda comprobar que la oferta efectuada por la empresa se atiene a la racionalidad económica determinada por los precios de mercado; y una vez aceptados los precios unitarios, su descomposición deja de tener relevancia por lo que carece de eficacia jurídica. Es decir, los componentes de los precios unitarios no son elementos dotados de sustantividad propia sino simples datos explicativos del cálculo de los precios unitarios. Si esto es así, no tiene sentido la expresión “pagado en concepto de amortización”, ya que no existe jurídicamente hablando tal concepto. Esta tesis, que no ha sido rebatida de manera concluyente por nadie, queda avalada por el hecho de que la “revisión de precios” prevista en el contrato se hace sobre los precios unitarios y no sobre cada uno de sus componentes, como sería lógico en caso de que cada elemento formara parte de la relación contractual de manera independiente. Por otro lado, encaja en el concepto denominado “riesgo y ventura del empresario” que inspira el contrato. No tendría mucho sentido que se modificaran aquellos elementos que van “a la baja” y o no los que van “al alza”. Si el concepto amortización como consecuencia de una mayor utilización de los equipos, se debía haber reducido, la partida de mano de obra (que supone el 85 por ciento del precio unitario) se debería incrementar porque en todos y cada uno de los años se ha incrementado la masa salarial por encima del aumento del IPC. Son argumentos muy sólidos que no se pueden despreciar frívolamente. La aceptación de esta línea de pensamiento llevaría a la conclusión de que el Ayuntamiento ha actuado correctamente pagando lo que le correspondía por los servicios efectuados.
Dos. La alternativa a este razonamiento jurídico es que la amortización, en la medida en que supone la valoración económica del inmovilizado adscrito al servicio (que termina revirtiendo al Ayuntamiento), debe tener un tratamiento individualizado y diferenciado en el conjunto de los costes de la explotación (es la asumida por el famoso informe). Esta teoría conduciría a la obligación de abrir una ficha para cada elemento en el que se tendrían que haber ido cargando las cantidades destinadas a su amortización (sin aplicar revisión de precios), corrigiendo anualmente los posibles desfases producidos como consecuencia de los diferentes grados de utilización de cada máquina o vehículo (para ello es importante tener presente que siempre existe un lógico desfase entre la amortización técnica y la económica, ya que esta última se estima de manera teórica bajo el criterio de prudencia, y la técnica que es mucho más flexible en el tiempo). Pero la aplicación de esta teoría, en el caso de que se produzca una amortización acelerada por mayor utilización, llevaría a ir rebajando los precios unitarios en la medida en que la amortización acumulada de cada elemento fuera alcanzando el precio de adquisición. Lo que ocurre es que el contrato no prevé, en ninguno de sus apartados, una reducción de los precios unitarios pactados. ¿Cómo se resuelve esta hipotética contradicción? El artículo 80 del contrato estipula que la empresa deberá “reponer” toda la maquinaria que quede amortizada durante la vigencia del contrato. Es decir, la aplicación de este criterio no hubiera llevado en ningún caso a “pagar menos”, sino a haber exigido la incorporación de nuevos vehículos, lo que evidentemente no ha sucedido, tratándose de un incumplimiento grave sobre el que cabe exigir una responsabilidad política que el Gobierno rechaza de plano.
No es fácil (para nadie, incluidos los técnicos municipales) determinar cuál de las dos opciones debe prevalecer. La segunda se acomoda mejor al razonamiento económico ortodoxo; pero la primera se incardina mucho mejor en la lógica del contrato que, no olvidemos, es de obligado cumplimiento. El problema es que todos estos extremos debieron quedar perfectamente definidos y explicitados, en su día, en un contrato que, tal y como está, nunca se debió firmar.
El príncipe heredero de Marruecos, Mulay el Hasán, se ha reunido este pasado jueves en…
La entidad pública Obimasa, adscrita a la Consejería de Fomento, Medio Ambiente y Servicios Urbanos,…
El Movimiento por la Dignidad y la Ciudadanía (MDyC) va a proponer en la próxima…
Un total de 48 amantes del ciclismo de BTT se han concentrado en la pista…
Información actualizada sobre los servicios y recursos destinados a apoyar y asesorar a las mujeres…
El PSOE de Ceuta planteará al Gobierno de Vivas cuatro interpelaciones en la próxima sesión…