Atrofiado el nervio y extinguido el vigor. Nos hemos convertido en un pueblo domesticado por la resignación, en el que la inmensa mayoría de los ciudadanos se mantienen intencionadamente al margen del devenir de la vida pública. A penas existe implicación más allá de esporádicas observaciones, en círculos muy reducidos, tan efímeras como inocuas. La consecuencia inmediata de este suicida distanciamiento generalizado de la política es que los resortes democráticos, que impulsan y fiscalizan el funcionamiento de las instituciones, han dejado de funcionar. El Gobierno tiene la convicción de que siempre gobernará. Nada de lo que haga u omita será suficiente para cuestionar su hegemónica mayoría. Los partidos de la oposición comparten subconscientemente la misma idea. Nada de lo que hagan será capaz de cambiar el hermético estado de opinión. De este modo se ha ido imponiendo el modelo de participación política implantado y alimentado por Juan Vivas durante más de una década. La atonía como principio y fin de todas las cosas. Este pánico visceral a la más mínima controversia o convulsión, distintivo de nuestra personalidad colectiva, nos hace inanes. Ningún hecho, fenómeno o circunstancia merece relevancia pública hasta el extremo de provocar una reacción visible y traducida en hechos concretos. Los escasos brotes de preocupación, indignación o disconformidad que se producen, quedan sofocados por una aplastante indiferencia, demostrativa del irresponsable letargo en que vive sumida esta Ciudad. La clamorosa carencia de un liderazgo ambicioso, unido a la lacerante ausencia de compromiso ciudadano, definen el peor escenario posible para una sociedad atosigada por retos de una enorme envergadura que exigen precisamente lo contrario.
Sólo en este contexto se pueden concebir actitudes tan incomprensibles como la negligencia de todas las instituciones públicas (y privadas) en relación con la situación que sufre la juventud de Ceuta en estos momentos. Los esfuerzos de una minoría para llamar la atención sobre este hecho han pasado inadvertidos para las autoridades, que no son capaces de superar la retórica huera como única respuesta.
Más del sesenta y cinco por ciento de los jóvenes demandantes de empleo están en el paro. La tasa de fracaso escolar supera el cincuenta por ciento.
El índice de pobreza ya rebasa el cuarenta por ciento. Los datos son rotundamente elocuentes. Obviamente, las durísimas consecuencias de esta lacra social se extienden sobre el conjunto de la juventud. Sin embargo, la capacidad de resistencia no es uniforme. Las oportunidades no están repartidas equitativamente..
El segmento de población juvenil, mayoritariamente musulmana y concentrada en barriadas periféricas, sin expectativa de empleo y agobiado por la frustración como único modo de vida, crece de manera exponencial, generando un evidente peligro de desgarramiento del tejido social que puede derivar en una muy seria amenaza para la convivencia. No se puede condenar a cientos (probablemente, ya, miles) de personas a vivir en un estado de inevitable desesperanza. Todo ser humano necesita ver una luz al final del túnel. Aunque sea tenue y lejana; pero luz al fin y al cabo. Todo miembro de una comunidad, que se sustenta sobre un pacto social, debe tener muy claro que la sociedad de la que forma parte (y le exige un comportamiento determinado) es capaz de ofrecerle una oportunidad de desarrollar un proyecto de vida con dignidad.
En caso contario, cuando el individuo pierde esa conciencia, y se quiebra el vínculo de pertenencia al grupo, se produce un desplazamiento que de manera más o menos agresiva, desemboca en hostilidad hacia el sistema. Esto es exactamente lo que nos está sucediendo. Ante la atenta displicencia de todos. El reclutamiento de jóvenes por las redes del integrismo fanático, la tentación de enrolarse en el económicamente atractivo mundo de la droga, o la participación en otras formas de delincuencia callejera, no son más que manifestaciones de un estado de desesperación que no se ha sabido tratar.
Desde el más elemental sentido de la responsabilidad, intervenir con urgencia y determinación para atajar este problema, es una prioridad insoslayable.
Desplegando planes de empleo, programas de integración social y actividades formativas que devuelvan la esperanza a quienes hoy sólo conviven con la amargura. Pero esta Ciudad, ensimismada en sus cuitas paranoides, no lo quiere entender.