Ceuta se mueve con una lentitud exasperante. Tanto, que a veces resulta inevitable preguntarse si llegaremos a tiempo. Es cierto que cambiar una mentalidad colectiva en la que los prejuicios están ancestralmente arraigados, sólo es posible mediante el desarrollo de un proceso educativo extraordinariamente complejo y zigzagueante por naturaleza. Para extirpar las enfermedades del alma se requiere una gran tenacidad y mucha paciencia. Porque los vectores de resistencia actúan con la fuerza de la costumbre y la eficacia del privilegio. Los pasos siempre son cortos. O muy cortos. Pero tienen que existir pasos. El inmovilismo es decadencia.
Ceuta se encuentra en una encrucijada. Tiene la obligación de definirse a sí misma. Y no sabe cómo. Porque tiene que resolver previamente el nudo gordiano de la duda existencial en la que vivimos atrapados. No es concebible una sociedad étnicamente paritaria en la que el racismo sea un sentimiento permanentemente latente, cuando no evidentemente patente. La incongruencia no se puede mantener indefinidamente. Todos los ceutíes, si de verdad queremos a esta tierra, debemos asumir como un deber moral insoslayable la erradicación absoluta de todo vestigio racista en nuestras actitudes y comportamientos.
Por este motivo, hechos como los que se produjeron en el concurso de agrupaciones carnavalescas celebrado este año infunden una infinita tristeza. Porque demuestran que siguen siendo demasiadas las personas reacias a aceptar la realidad y promover los cambios consecuentes.
El grupo condenado “como autores criminalmente responsables de una falta de vejaciones injustas” (al colectivo musulmán) volvió a utilizar la tribuna pública que le concede tan entrañable evento para escenificar su desafiante revancha. Dispusieron de una magnífica oportunidad para prestar un loable servicio a esta ciudad, reparando tácitamente el monstruoso error cometido en su día. Les hubiera bastado con haber puesto su ingenio al servicio de causas nobles. No fue así. Se obcecaron en reafirmar, henchidos de ufanía, unas convicciones tan profundas como repugnantes. Buscaron la complicidad del público para proferir insultos soeces sin más intención ni justificación que destacar la condición étnica del concejal denostado. Y concluyeron su alegato con un amenazante anuncio de perseverar en su cruzada.
Lo peor es que este abominable comportamiento no se limitó a sus protagonistas directos. Tamaño dislate fue jaleado con alborozo por una muchedumbre extasiada. Y como colofón, el jurado, imbuido de idéntica fascinación, optó por otorgarles el primer premio. Tiempo perdido. Seguimos girando sobre nosotros mismos en un estúpido movimiento circular, carente de sentido, que sólo alimenta la frustración y el odio, alejándonos sideralmente del futuro.
Además de la triste constatación de que no logramos avanzar en el saneamiento de la conciencia colectiva, estos episodios dañan la imagen del carnaval convirtiéndolo en una injusta victima colateral. El mundo del carnaval ha sido siempre un valioso baluarte de la defensa de los valores esenciales en los que se inspira la convivencia democrática. Sus aportaciones en este ámbito son impagables.
Es lamentable que tal caudal de energía social positiva quede arruinada por quienes se empeñan en hacer del carnaval un reducto del racismo irredento. En el mundo del carnaval participa un nutrido grupo de personas de gran corazón, que expresan maravillosamente sentimientos cargados de grandeza. Por ello el carnaval está llamado a ser una pieza importante en la complicada tarea de modelar los valores comunes sobre los que se debe descansar la Ceuta del siglo veintiuno. El carnaval debe comprometerse ambiciosamente en la lucha contra el racismo, y expulsar de su seno a quienes sólo pretenden abundar en el odio más irracional.
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