Categorías: Opinión

Una historia de tren verosímil (o casi) Julio y Muriel

Cuando paró el automotor en el puerto de Algeciras, él se ofreció a ayudarla a bajar la pesada mochila que ella llevaba. La había visto subir al tren en Granada, minutos antes de las ocho de la mañana, portando la dichosa mochila y un bolso de viaje. “Demasiado peso”, pensó. La casualidad quiso que al ir a bajar, él se encontró con que la joven se las estaba ingeniando para descender del tren sin sufrir un contratiempo.
–¿Adónde vas? –preguntó el joven, una vez que ambos descendieron del tren.
–I don´t understand. ‘Mí no habla españolo’ –respondió ella algo confusa.
Al tiempo que maldecía, al joven se le vino doña Violeta a la cabeza. Doña Violeta fue su profesora de inglés en el Instituto “Ángel Ganivet” de Granada en donde había estudiado el bachillerato. “Maldita sea”, volvió a irritarse. Doña Violeta, en aquel entonces, era una mujer que había dejado atrás la juventud y estaba encarando los últimos años de servicio. Debería de andar por la cincuentena, y había desistido ya de que sus alumnos se manejaran con cierta habilidad con el inglés. El joven recordaba lo que doña Violeta solía repetir, a modo de letanía, “En más de una ocasión os arrepentiréis de no haber aprovechado las clases de inglés”. “¡Qué razón llevaba la bruja de doña Violeta!”. Entonces se dio cuenta de que a su lado estaba la extranjera y que debía entenderse con ella con el escaso bagaje de inglés que recordaba, o como los indios o con el lenguaje universal de las señas.  Pero algo debería intentar.
–¿De dónde eres? –“¡Así cómo coño me va a entender!” –rumió para sus adentros. Where you from? –sabía que no era así, pero no se acordaba.
–I´m from Canada –respondió ella con algo de alivio y con una leve sonrisa.
–¡Canadá! –exclamó el joven, satisfecho de haber podido hacerse entender en inglés.
–Yes, Canada! –exclamó ella también, pronunciando el país a la inglesa.
–¿Dónde vas? –“¡Cómo se dirá en inglés, joder!” –se desesperaba por no poder comunicarse con aquella joven.
–I don´t understand. ‘No entiende’ –contestó esta vez con cierta angustia.
–¡No entiende, no entiende! Yo tampoco entiendo, joder –murmuraba entre dientes, con cierta desesperación–. Where you going? –probó de nuevo, a sabiendas de que tampoco era así.
–¡Tánger! –exclamó un tanto aliviada.
–Your name? –preguntó él con cierto aire triunfal.
–Muriel. And you? –preguntó a su vez la canadiense.
–Julio. I´m Spanish. From Granada.
Julio estaba haciendo su servicio militar en la ciudad norteafricana de Ceuta. Tenía 21 años y era estudiante de Derecho en la Facultad de su ciudad. Había intentado ingresar en el IPS, Instrucción Premilitar Superior, las Milicias Universitarias, pero por su poca habilidad para superar las pruebas gimnásticas de selección lo habían declarado ‘No Apto’, teniendo, por tanto, que realizar el servicio militar obligatorio como cualquier hijo de vecino. A él le había tocado África, la ciudad de Ceuta. Estaba destinado en el Regimiento de Artillería número 30. Como obviamente se manejaba bien con el trabajo de oficinas, lo habían destinado, después del periodo de instrucción, en Loma Larga, a la Plana Mayor. Ya llevaba siete meses en la ciudad africana y éste era su primer permiso.
–Your hometown? –preguntó casi conteniendo la respiración.
–Edmonton, Alberta –respondió Muriel.
–How old are you? –preguntó Julio con la certeza de que había dado con la pregunta correcta.
–Twenty. And you? –quiso saber la canadiense.
–Twenty one –respondió con cierta cautela por si había confundido los números. Viendo que la otra no hizo señales de alarma, recuperó la poca seguridad de la que había hecho gala hasta ese momento–.  I´m a student. And you?  –se envalentonó con el idioma.
–I´m a student at University in Edmonton –respondió a la carrera como si hubiera olvidado que el otro no tenía gran idea del idioma que ella hablaba.
–When you to Tánger? –preguntó Julio, titubeando, con su deficiente inglés.
–Tomorrow –respondió ella.
Julio miró a su alrededor y vio que eran los únicos que quedaban de los viajeros que se habían apeado en el puerto. Entonces le indicó que echaran a andar para salir de allí. Mientras ella llevaba su bolso y él su macuto, ambos compartían el peso de la mochila agarrando un asa cada uno. Al tiempo que caminaban en silencio, Julio meditaba lo que haría en los próximos momentos. Los barcos de Ceuta y Tánger ya habían hecho sus salidas y hasta el día siguiente a primera hora no sería posible hacer la travesía, cada uno a sus ciudades respectivas. Él, a Ceuta y ella, a Tánger. Por lo tanto, se imponía buscar una pensión para pasar la noche.
–¿Do you know a cheap hotel? –preguntó ella de repente, como si hubiera adivinado sus pensamientos.
–¿‘Chip’ hotel? ¿Qué será un ‘chip’ hotel? –murmuraba para sí–. ¿’Chip’ hotel? –preguntó a su vez.
–Yes, a cheap hotel. Hotel ‘no carro’ –e hizo un gesto con los dedos como imaginando que contaba dinero.
–¡Yes, yes!  ¡Un hotel no caro! –exclamó él más aliviado.
Cuando salieron del puerto se encaminaron por la vera del río –con su apestoso olor– hasta enfilar una calle lateral en la que había varías pensiones donde elegir. Al final, tras una mirada cómplice –era difícil que pudieran entenderse con palabras–, entraron en la primera que encontraron. El tipo de la recepción, nada más entrar, miró primero a ella y después a él. El fulano parecía como si se desayunase con vinagre por las mañanas.
–¿Sois pareja? –preguntó con malos modos.
–No –respondió secamente Julio–. Ella es canadiense.
–¿Dos habitaciones, entonces? – volvió a graznar el fulano de la pensión.
– Sí  –volvió a responder secamente el joven.
–Pago por adelantado y la documentación  –requirió el patrono.
Julio entregó su DNI y el pasaporte de ella y el dinero al hombre, que seguía con el ceño fruncido y la mirada torva y huidiza. A ratos miraba a uno y después a la otra. Adoptó desde el principio una actitud recelosa, de desconfianza. Les entregó las llaves y les indicó el piso. Ambos arrastraron los bártulos hasta el segundo piso del edificio y cada uno entró en su habitación como si hubiera llegado a la cima de una gran montaña inaccesible.
Allí, tumbado en la cama, Julio meditaba sobre los últimos acontecimientos que había vivido desde que descendió del tren. Pero lo importante era qué iba a pasar ahora. Primero, tendría que bajar por algo para comer, y, después, con su miserable inglés, intentaría saber algo más de ella. “Doña Violeta me tendría que haber arrancado las orejas”, pensó irritado. De repente, se incorporó en la cama y decidió ir al cuarto de su acompañante y tratar de entenderse con ella para averiguar qué le apetecía comer.
–What do you like ‘comer’? –al tiempo que decía la frase, hizo un gesto con la mano derecha llevándosela a la boca.
–¡Yes, yes! –ella pareció entender.
Julio decidió comprar lo que a él mejor le pareciese y así se evitaba seguir peleando con el maldito inglés.
Cuando volvió, casi una hora después, ella se había duchado y cambiado de ropa. Las pecas, que se arremolinaban en torno de su nariz, eran lo que más llamaba la atención de sus facciones. No era una belleza, no demasiado alta y algo metida en carnes, Muriel, recién salida de la ducha, se le antojó atractiva. Se dio cuenta de que empezaba a ser un tanto indiscreto y que debía prestar atención a lo que  había ido a comprar. A medida que ella iba revisando cada una de las viandas que él había traído, daba una especie de gritito como de aprobación. Así, el jamón, el queso, un tarro de mermelada, queso para untar, bollitos de pan y  bebidas de cola eran celebrados con verdadero entusiasmo.
Empezaron a comer y a tratar de entenderse, bien por señas o bien echando mano de lápiz y papel. Así, en este menester, la tarde fue dando paso a la noche, y ella, entonces, le propuso que él escribiese en su diario todo lo que había acontecido desde que se conocieron en el puerto. En español, claro. Muriel pudo hacerse entender para decirle que allí, en Edmonton, alguien se lo traduciría al inglés. Así, en tal tesitura, Julio escribió en el diario de la joven desde que la ayudó a bajar del tren que los traía desde Granada hasta esos precisos momentos en que, ya entrada la noche, uno y otra empezaron a sentir los estragos del largo viaje y el cansancio correspondiente. Cuando él hubo terminado, se aproximó a ella y trató de besarla, Muriel no lo rehuyó, pero se vio que no estaba entusiasmada con la operación de acercamiento que él había iniciado. El joven acarició su cara y su cuello. Volvió a besarla y ella se dejaba hacer. Pero se veía abiertamente que no quería colaborar para corresponder a las intenciones de Julio. En un momento dado, ella le hizo saber, señalando su reloj de pulsera, “it´s very late, darling”, que era demasiado tarde y que se tenía que acostar para madrugar y coger el barco. Él comprendió y se retiró a su habitación, no sin cierta decepción. Allá que se fue a su cuarto, y, tumbado encima de la cama, un pensamiento se le venía y otro se le iba. Así estuvo hasta que un pesado sueño le venció y le hizo cerrar los párpados. Golpes en la puerta le despertaron violentamente. No comprendía qué pasaba ni en dónde estaba. Estuvo un instante sin moverse hasta que echó un vistazo al reloj de su muñeca y vio con sorpresa que eran las siete de la mañana. “Parece que me acabo de dormir”, pensó. Seguían llamando a la puerta con insistencia.
–¿Quién es? –preguntó con voz adormilada aún.
–Darling, it´s seven  –respondió ella ingenuamente creyendo que él la entendería.
–¡Ya voy!  –respondió él con una voz un poco más recuperada.
Duchados y preparados, ambos se encontraron en el descansillo del piso, e iniciaron el descenso, con sumo cuidado, por las estrechas escaleras. El patrono les echó un vistazo de soslayo y gruñó algo parecido a una despedida. No contestaron. Salieron a la calle y un día frío y lluvioso del mes de febrero y un viento húmedo de levante les abofeteó en pleno rostro sin previo aviso. Julio se estremeció y la canadiense, más acostumbrada a los climas fríos, tan sólo se rodeó el cuello con una especie de bufanda azul. En el camino, hacia el puerto, hicieron un alto en una de las cafeterías del lugar, y un café con unas tostadas los entonó sobremanera. Una vez en las instalaciones del puerto, cada uno se dirigió a la taquilla correspondiente y sacó su billete. Él, para Ceuta y ella, para Tánger. Una vez fuera de las instalaciones, ambos se encaminaron a la rampa del barco que momentos después la conduciría a Tánger. Al  pie  de  la escalerilla había un policía armado –un ‘gris’– vigilando las subidas y mirando los pasaportes de los viajeros. Cuando llegaron a su altura, Julio y Muriel se despidieron y se besaron, él le acarició la cara y debido a su miserable inglés apenas pudo desearle buen viaje. Cuando ella estaba a punto de iniciar la subida de la rampa, Julio se dirigió al policía armado.
–¿Puedo ayudarla a subir con la mochila? –preguntó algo intimidado. En aquellos días, finales de los sesenta, la policía era la policía. No estaba el horno para bollos.
–Buena noche has pasado con ella, ¿no, bribón? –contestó el policía por toda respuesta, con aire burlón y guasón.
Julio se quedó petrificado. No supo qué contestar. Su extrema juventud no supo hacerle repentizar y seguir el juego del policía.
–¿Qué sabe usted? –fue lo que acertó a responder tímidamente.
– Mira, hijo, vosotros dos llegasteis en el automotor de Granada de las dos, y os apeasteis en el puerto y después os habéis hospedado en una pensión a la vera del río. Lo sabemos todo, hijo. Anda sube y despídete de ella.
Julio, sorprendido y sobrecogido, subió con Muriel la rampa del barco, al tiempo que ella le preguntaba, en inglés, claro, qué había hablado con el policía. Él no supo, no pudo, contarle la conversación con el agente. Solamente se le ocurrió decir “No problem, darling”. Cuando llegaron al barco, él la ayudó a colocar la mochila, y, volviéndose hacia ella, la besó, le acarició la cara y tan sólo supo decir:
–See you –esa expresión para despedirse de alguien era casi lo único que recordaba de lo que había aprendido con doña Violeta. Le salió de un tirón.
–See you, darling –dijo ella sorprendida, y, a la vez que le cogía la cara con sus dos manos gordezuelas, le besó.
Julio la miró y vio que sus ojos brillaban. Dio media vuelta y descendió. Ni siquiera miró al policía. Echó a andar hacia su barco y, en un momento dado, se volvió, y la vio a ella allá arriba, en la borda, agitando una de sus manos. No quiso ver más. Subió las escalerillas de su barco y desapareció dentro de él. Allí, sentado, mientras el barco surcaba las aguas del Estrecho, Julio meditaba, no ya sobre su ‘aventura’ con Muriel, sino que la policía había espiado cada uno de sus movimientos desde que descendió del tren que le había traído desde Granada. “De modo que he estado siendo espiado como si fuera un delincuente”. “Valiente país, coño”, rumiaba para sí entre dientes.

Entradas recientes

Al menos un futbolista de la Unión de Tánger desaparecido en el mar

Se teme lo peor. Continúan las labores de búsqueda en el mar de, al menos,…

06/07/2024

La Comisión Islámica anuncia el Año Nuevo 1446 de la Hégira

La Comisión Islámica de España ha anunciado que este domingo 7 de julio comienza el…

06/07/2024

Igualá y primer ensayo de los costaleros de la Patrona

Los costaleros de la Cofradía de Nuestra Señora de África de Ceuta han tenido la primera…

06/07/2024

El CP Zurrón cumple su 50 aniversario con un gran torneo

El Open de petanca por el 50 aniversario del CP José Zurrón ha dado comienzo…

06/07/2024

El comportamiento de las orcas, el punto de vista de DAUBMA

La Plataforma en Defensa del Arbolado Urbano, la Biodiversidad y el Medio Ambiente (DAUBMA), registrada…

06/07/2024

Sociedad caballa: la boda de José Antonio y Mª de África

Este sábado ha sido un día muy especial para José Antonio y Mª de África.…

06/07/2024