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Una excentricidad

No sé desde cuando tengo esta costumbre de seguir a gente desconocida. Pero no me interpreten mal, no crean que sigo a chicas jóvenes y guapas movido por deseos oscuros e inconfesables. No, nada de eso. Yo persigo a todo tipo de gente: ancianos, amas de casa, personas de mediana edad, oficinistas, jóvenes… de todo. El único requisito que deben cumplir es que encuentre algo interesante en ellos. Pero no dispongo de todo el tiempo para esta actividad.  Por eso, lo primero que hago cuando comienzo a seguir a una persona es localizar su domicilio, lo cual muchas veces es complicado. Nunca indago ni escribo nada sobre las personas que sigo,   no me parece bien dejar constancia por escrito de lo que hace. Tampoco intento averiguar nada sobre su vida, ni su nombre, ni a qué se dedica, ni con quien vive… Todo queda en mi mente, nada más.
Una tarde del mes de abril yo volvía del trabajo en autobús. Sentado a unos dos metros de mí estaba un señor mayor, de setenta y tantos años largos. Tenía buen aspecto, iba bien vestido y portaba en su mano derecha una carpetilla de cartón azul. Pero había algo extraño en aquel hombre, su cara me resultaba familiar. Me parecía que había visto aquella cara muchos años atrás,  pero no podía ser. No le di más importancia a ese detalle y continué observando lo que sucedía.
A su lado estaba una chica joven. De vez en cuando el hombre le hablaba como queriendo entablar una conversación, no cejaba en su empeño pero el intento de conversar quedaba en un monólogo. En un momento determinado, el hombre sacó una hoja de papel de su carpetilla y se la ofreció a la chica, pero esta le dio un manotazo y la tiró al suelo del autobús. El hombre la recogió y sin decir nada la guardó en su carpeta.
Aquel hombre parecía una persona educada y no había pretendido molestar a la chica, pero la reacción de ella había sido desproporcionada. Se levantó y en la siguiente parada se bajó del autobús. Inmediatamente yo salí tras él y comencé a seguirlo.
Eran las seis de la tarde y aquel desconocido caminaba unos diez metros delante de mí con paso lento y pesaroso. Se dirigió a una plaza y se sentó en uno de sus bancos. La tarde era agradable, los pajarillos iban y venían, los niños jugaban y la plaza rebosaba alegría. El hombre se sentó con aspecto abatido, el gesto serio y cansado, miraba sin ver, absorto en algunos de los grupitos de niños que jugaban, pero con el pensamiento en otra parte. Al cabo de unos minutos abrió su carpetilla y sacó un papel. Apoyándolo sobre la misma carpeta escribió algo, dejó el papel sobre el banco y se marchó.
Yo me levanté como un resorte, cogí el papel, lo doblé y lo guardé en un bolsillo y seguí sus pasos. Se dirigió a uno de los edificios antiguos que rodeaban la plaza, sacó una llave y se introdujo en él.  Saqué la hoja del bolsillo y enseguida comprendí que era la misma que había intentado mostrar a la chica en el autobús. En la parte superior, escrito a mano, decía: “A quien lo encuentre, cual desesperado mensaje de náufrago en una botella”. Era lo que había escrito unos minutos antes. El resto, por el tipo de letra y forma de impresión,  no había sido escrito con un ordenador e impresora sino con una de esas viejas máquinas de escribir que ya apenas se ven. Decía lo siguiente:

IGNORANCIA
I
Arrogante, pretenciosa y atrevida
eres madre de funestas decisiones
te disfrazas con equívocas razones
campeando maliciosa por la vida.
II
A tu amparo hasta
el necio se cree listo
indolente, desafía al instruido,
y presume de lo que
nunca ha leído
y se atreve a criticar
lo que no ha visto.
III
Cuán cruento es el combate
que se entabla
entre el necio y el cargado de razón
pero un juez tiene fácil la elección
el primero no sabe de lo que habla.   
IV                
La ignorancia con frecuencia
se rebela
pues no quiere que la domen
con firmeza
la razón le repugna, le aspereza
no precisa de más luz
que de una vela.
V
Dinamita las murallas
del esfuerzo     
su consigna, la del mínimo trabajo  
no le importa arrastrarse
en lo más bajo       
si halla a alguien que la
alabe con gracejo.
VI
¡Desistid, ignorancia,
en vuestro empeño
no alberguéis esperanza de ganar  
la victoria no es real,
es sólo un sueño!.
VII
Pues si bien entregados al azar
la ignorancia es aliada del engaño
por justicia la razón ha de ganar.

La poesía no estaba mal. Me pareció original y que tenía un estilo de otro tiempo, un estilo antiguo. Me llamó la atención la anotación a mano del encabezamiento: “A quien la encuentre, cual desesperado mensaje de náufrago en una botella”. Otra vez vino a mi mente la idea de que había visto a ese hombre hacía muchos años…
Desde aquel día dediqué la mayor parte de mi tiempo libre a seguirlo. Parecía que mi desconocido vivía solo, viudo o soltero. Pero además de estar solo, era un solitario. Daba largas caminatas junto al mar; pasaba largas horas en la Biblioteca Municipal consultando libros antiguos; a veces llevaba consigo una vieja cámara de fotos y se entretenía fotografiando recónditos rincones de la ciudad;  se montaba en el autobús y daba paseos sin rumbo, cubriendo el trayecto completo sin bajarse en ninguna parada; antes de recogerse se sentaba en la plaza que había cerca de su casa para ver jugar a los niños… Parecía una existencia apacible y reflexiva que, en parte, yo envidiaba.
Sin embargo, después de quince días de seguimiento observé un cambio brusco en su conducta. Una tarde salió de su casa con el paso más vivo de lo habitual. Llevaba con él la carpetilla azul y conforme iba andando, abrió la carpeta y dejó caer deliberadamente uno de los papeles que contenía. Salí corriendo para hacerme con él. Otra poesía.

AMISTAD
I
Amistad, peligrosa compañera
es difícil conocer tus intenciones
aparentas ir
cargadas de razones   
escondiendo tu intención
con sutileza.
II
Deslumbras al pudiente
con intrigas
conduciéndolo hasta un
destino fatal    
desprecias al plebeyo por ser
tal tanto al uno como
al otro desatinas
III
No maldigo la amistad
cuando es sincera       
sino aquella disfrazada
y pretenciosa  
cual bonanza que a los
barcos alboroza
y al final nos conduce
hasta la arena
IV
Amistad, que es capaz
de hacer milagros
de fluir sentimientos
más que nobles
de aliarse sin reparos
con el pobre
bien mereces recibir
estos halagos.
V
Amistad que perduras
con el tiempo      
robusteces la razón
de las personas
con recuerdos ya
lejanos ilusionas   
a tu lado no aparecen
los lamentos.
VI
No concibo la amistad
sin compromiso
sin entrega, sin esfuerzo,
sin batalla,
ese tipo de amistad
no da la talla
es insulsa, fraudulenta,
no hay hechizo.

Al cabo de unos minutos de nuevo echó mano a la carpetilla, sacó otra hoja de papel y la dejó sobre un banco. Salté como un resorte y me hice con ella. Otra poesía.
ENVIDIA
I
Qué frecuente, por desgracia,
es tu presencia
proliferas en pudientes
y en menguantes     
en países muy cercanos
y en distantes
no distingues ni de lenguas
ni banderas.
II
Amistades a menudo
has quebrantado
pero es bueno que se sepa
quién es quién
si el amigo nos despacha
con desdén
no quisiera yo tenerlo
a nuestro lado.
III
Es lo bueno de tu ser
tan malicioso       
destapar las esencias
que hay adentro
aunque dejen desolado
y quejumbroso
IV
Pues tu influjo al inocente
torna presto
mudando su inocencia,
doloroso,
recogiendo por cosecha
su  lamento.
Dio la vuelta, tomó el camino por donde había venido y se metió en su casa. Yo también me fui a mi casa intentando poner en orden mis ideas. Aquella noche me acosté intranquilo, obsesionado por saber dónde había visto la cara de aquel hombre. Me venían imágenes de mi infancia, de personas que hacía muchos años que no estaban en este mundo, hasta que una escena apareció nítida.  Yo era un niño y estaba en casa con mis padres. Mi padre estaba sentado en un butacón y yo estaba junto al mueble del televisor, mirando las fotos que había en uno de sus huecos. Mi madre se acercó y se quedó de pie junto a mí. Señalando con el dedo una de las fotos, me dijo:
“Ese es tu abuelo, mi padre. Murió antes de que tú nacieras. Era muy bueno. Escribía poesías muy bonitas”.
En el sueño, yo veía perfectamente la cara de mi abuelo. Me desperté sobresaltado y me senté en la cama. ¡Era el hombre que yo estaba siguiendo!. Inmediatamente me levanté y busqué la caja de las fotos antiguas. Allí estaba la foto de mi abuelo. La foto del hombre que yo estaba siguiendo.
La mañana se me hizo muy larga. Estaba deseando que llegara la hora de salir del trabajo para montar guardia delante de su casa y aclarar aquel asunto. Llevaba conmigo la foto de mi abuelo. No había duda de que era el mismo hombre. Me senté en uno de los bancos de la plaza desde donde podía ver el portón por donde tenía que salir. A las cuatro y media apareció. Me levanté del banco y me dirigí a hacia él. No había pensado qué le iba a decir exactamente, pero no se me da mal improvisar y seguro que se me ocurriría algo apropiado. Me paré ante él. Me miró y me sonrió, parecía conocerme.
“Despierta. ¿Qué te pasa?”.
Era la voz de mi mujer. Estaba aturdido.
“¿Qué te ha pasado esta noche?. Has estado muy intranquilo. Hablabas en sueños. Algo sobre tu abuelo y un hombre que escribía poesías”.
Yo nunca me he dedicado a seguir a la gente.

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