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Una bendición de escasas pulgadas

Es ya una tradición local. Cada festividad de San Daniel se presenta una ocasión única para bendecir las mascotas. Y la bendición se hace al uso, como se procede en el caso de las personas, de los fieles: el sacerdote, ayer se ocupó el deán de la Catedral, el padre José Manuel, agarró el hisopo y, uno por uno, fue lanzando la oración de rigor. Así ocurrió ayer en la Plaza de África justo después de la finalización de la procesión de San Daniel. Una treintena de personas acompañadas de sus mascotas, ataviados ambos de domingo, se acercaron a la cita con el santo para recibir la bendición religiosa de sus animales.
Según cuentan quienes constan como dueños de los perros, estar bendecido tiene semejanzas con la superstición. “Es para que le dé suerte y no lo atropelle nunca un coche”, dijo un adolecente que sujeta a su can mientras hace sus necesidades en el soporte de una farola pública. Pero los hay más celestiales. “Yo quiero que vaya al cielo. Al cielo de los perros”, matizó esta mujer de mediana edad que observaba alegre cómo bebía su mascota de un tarro lleno con agua mineral.
La bendición de ayer la acapararon los perros. No hubo rastro de caballos, tortugas, gatos, serpientes o canarios, animales que asistieron a la bendición por obra y amor de sus dueños. “¿Cuántos han venido hoy? ¿Treinta? Son pocos. Llegaron a juntarse hasta doscientos”. Quien así habla es Alejandro Sevilla, canónigo doctoral y experto en la celebración de San Daniel. Mientras los perros hacen de las suyas entre las piernas del respetable, Sevilla explica el origen de la festividad. “San Daniel era franciscano. Ya sabes”, dice Sevilla, “San Francisco de Asís adoraba la naturaleza. Está aquello de hermano lobo, hermana luna”.
Lo que sí quedó patente ayer es que la naturaleza en Ceuta ha acabado reduciéndose a los perros. Y, si es en su versión bendita, deben ser pequeños, que por lo visto ayer parecía que eran los únicos con el derecho a recibir la bendición divina. A menos pulgadas, más probabilidades. Ningún can sobrepasaba el tamaño de un pastor alemán, por mencionar el tamaño de una raza conocida por todos. Demasiadas pulgadas de tamaño, o demasiadas eran las pulgas con las que hacer el circo. Pero, antes del espectáculo circense de la paella posterior, antes había una ceremonia en la que quien lo deseó  quedó bendito. Incluido el animal.

El padre José Manuel, deán de la Catedral, en el instante de mojar el hisopo antes de proceder a la bendición de un perro.

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